miércoles, mayo 08, 2013

Nuestra Señora de las Nubes de Arístides Vargas


El autor que dirige el grupo Malayerba en Ecuador desde 1979 junto a su mujer, la actriz española, Charo Francés, escribe Nuestra señora de las nubes (2000), como una metáfora de la necesidad de recuperar la memoria de los pueblos. Vargas fue hasta no hace mucho tiempo un dramaturgo no demasiado transitado por los directores del país, de su país, ya que nace en Córdoba aunque se radica de niño en Mendoza. Una deuda con una escritura fundamental para entender las secuelas del exilio, ya que debió abandonar su tierra a los veintiún años, a comienzos de 1976, en una diáspora que incluyó a muchos de los teatristas mendocinos; dejando atrás una familia que contaba con un hermano en condición de preso político; de esa verdad nacerá una de sus piezas más importantes, La razón blindada (2005) Su escritura apela a recursos de la retórica para construir, en este caso, pequeños relatos que unidos conforman la historia olvidada de Nuestra señora de las nubes de donde proceden sus dos personajes: Bruna y Oscar. Él afirma sobre la textualidad de la obra que Nuestra Señora de las Nubes fue concebida como la segunda parte de una “trilogía del exilio”, que se abre con Flores arrancadas a la niebla y se completa con Donde el viento hace buñuelos. En contraste, la tragedia y el humor, entre irónico y cínico, van consolidando una narración que se apoya a veces en el expresionismo, otras en el absurdo y como no podía ser de otra manera, para un autor de cosmogonía latinoamericana, en elementos del realismo mágico. De la misma manera, dos relatos que chocan, el que construye el poder y sus miedos, y el que se vive desde la carne sufrida de los hombres comunes; relato que para ser acallado necesita terminar con la voz que lo enuncia. Relato inacabado que encuentra el marco especial en la Manzana de las Luces, pues la estructura edilicia tiene algo del posterior realismo mágico - que tuvo su momento de auge en la literatura latinoamericana en las complejas décadas del 60 y 70, cuando la juventud tomaba por fin un lugar central como actor de la historia, y la cultura se preciaba de un júbilo de creatividad; pero también el de las dictaduras cívico-militares  que devastaron a Latinoamérica. Si bien, en 1661 comienza la precaria construcción del Colegio y de la Iglesia de San Ignacio y hoy es un Complejo Histórico Cultural, esperar el inicio de la obra nos sumerge en un clima donde lo irreal resulta cotidiano. Siglos de nuestra historia parecen detener nuestro actual tiempo cronológico. Este tiempo aparentemente estático es el que surge también en el despojado espacio escénico mientras sus dos personajes, en una actitud casi mágica, intentan hacer frente a su desgarradora “realidad”. Tres sillas y el frustrado intento de construir a un tercer personaje a partir de la palabra, tal vez poniendo en crisis al mismo texto dramático. Quizá por la dificultad que plantea la misma sala, pareciera que la iluminación no logra crear la atmósfera necesaria entre el realismo mágico de las actuaciones y la austeridad propia del espacio escénico. Con profesionalismo, ambos actores, le dan un espesor especial al hecho teatral, cuerpo y voz para materializar la evasión de “la realidad” que surge de los dobleces del texto primero. Y, al romper la cuarta pared Bruna y Oscar se transforman en los únicos responsables de la profusa narración; una travesía poética con humor, melancolía y cierta inocencia planteada desde la primera escena:



BRUNA: Me parece haber visto su cara en otro lado.

OSCAR: Imposible, mi cara siempre anda conmigo.

BRUNA: ¿Qué hace?

OSCAR: (Pausa) Miro los pájaros.

BRUNA: Empajaritado.

OSCAR: ¿Cómo?

BRUNA: Nada, que en mi país los pájaros enloquecen a las seis de la mañana como si un maestro de canto neurótico por el silencio les tirara de las colas.



Una historia de recuperación de la memoria, desde la escritura de un dramaturgo que necesita contar y contarse a sí mismo, ese tramo de vida que le exigieron dejar en suspenso, y que sin embargo vuelve sobre él con imágenes tan vívidas que necesita del exorcismo de la palabra para no romperse en pedazos.










Nuestra Señora de las Nubes de Arístides Vargas: Manuela Amosa, Tomás Raskin. Dirección: Eva Fernández Rivero. Complejo Manzana de las Luces.

















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