martes, febrero 28, 2012

Ojos verdes de Amancay Espíndola



El personaje, la mujer, atraviesa con su maleta y un arma el espacio despojado, sólo un banco y un panel, que luego se inundará de imágenes a partir de las proyecciones que se reiteran y que van no sólo creando climas sino también aportando una simbología que da espesura semántica al relato. La mujer quiere tomar un tren que no llega, y detrás de ella una pared  y una puerta, que luego también se duplicaran, son la entrada o la salida a otro mundo, que no responde, y que se hace presente desde la ausencia. Otra mujer se suma a su soledad, y también espera, pendiente de una luz que se intuye o parece estar, allí como un punto de esperanza en la oscuridad más profunda y que es la que habita en el tren que las aleje de ese lugar y sobre todo de ellas mismas. Ana Alvarado consigue del texto poético de Amancay Espíndola una puesta entre surrealista y expresionista1, con su carga de duda y culpa, que envuelve a los personajes, más la sombra onírica que fija el límite entre lo real y lo imaginado, donde se despliegan mundos paralelos que intentan cruzarse con la misma imposibilidad que las líneas paralelas, pero que encuentran en la encrucijada de ese instante, sus coincidencias. Como ella misma afirma: (…) “Ante la hibridación de las artes, la aparición de la tecnología como creadora de sentidos escénicos y la intertextualidad permanente, el rol del dramaturgo/gista ese puente entre texto, representación y público, se complejiza. (…) los directores asumimos esa función en espera del tercero que nos ayude a dar sentido a la pluralidad de imágenes, textos elípticos, recursos tecnológicos en tiempo real, técnicas de presentación casi reality, que pueblan de complejas intenciones nuestro trabajo; (…)” Los relatos parecen primero banales, luego se tiñen cada vez más del tono de una confesión acechada por el externo amenazante y una historia de perros salvajes que son la metáfora de una sociedad que muerde y mata. ¿Quiénes son las dos mujeres? Seres que la vida apuesta a unir para que puedan develarse a sí mismas el dolor que guardan con recelo, o es la misma en dos tiempos distintos que por azar se cruzan, cuando todo ya está perdido para siempre. Nunca lo sabremos, es imposible desarmar este nudo borromeo, como los tres aros enlazados, las dos protagonistas están unidas por una fuerza extraña e invisible, como un “entre dos” ni vivo ni muerto pero que cuya presencia asfixia al espectador. Con profesionalismo ambas actrices en el reducido espacio escénico y con muy pocos elementos van construyen un especio virtual representado que empuja y finalmente se impone a los dos personajes. El espacio se dilata y parece convocar tanto al público como a los “malos espíritus”, mientras el tiempo se contrae y el ritmo escénico se acelera. Alcira (Estela Garelli) por momentos se arrastra y gime como un animal mal herido y temeroso de los buitres que lo acechan o de los fantasmas que persiguen a los pocos que quedan en el pueblo. La tensión y el miedo se expresa a través de su cuerpo, de su mirada y sus gestos. Stella (María Zubiri) es la joven actriz que se ha perdido y conserva cierta inocencia infantil. La música, la iluminación y las imágenes  proyectadas sobre la pared negra contribuyen a crear esa atmósfera de misterio y suspenso, y refuerzan el ambiente claustrofóbico y la imposibilidad de salir para las dos mujeres a campo abierto. Eventos sobrenaturales o de difícil explicación como los perros salvajes, una cueva tenebrosa, la noche de luna llena o el tren que nunca llega parecen no darle tregua ni a los personajes femeninos ni al espectador, a pesar de que el conjuro ya ha sido dicho al invocar un hombre amado.
 







Ojos verdes
de Amancay Espíndola. Elenco: Estela Garelli, María Zubiri. Vestuario: Rosana Barcena. Iluminación: Facundo Estol. Música original: Cecilia Candia. Fotografía: Silvana Lozano. Arte digital: Silvia Maldini. Diseño gráfico: Silvana Lozano. Asistente de dirección: Guadalupe Lanusse. Prensa: Carolina Alfonso. Dirección: Ana Alvarado. Teatro: El extranjero.













Alvarado, Ana, 2008. “La diversidad” en Saverio revista cruel de teatro.año, 1 número 3, octubre.
Maldonado Alemán, Manuel, 2006. El Expresionismo y las vanguardias en la literatura alemana. Madrid, España: Editorial Síntesis.





1
El expresionismo subjetivo trabaja con personajes que están acuciados por los recuerdos y los remordimientos. Seres donde la vida cotidiana, la ciudad, los objetos se transforman en una amenaza, en una angustia permanente que lo lleva a la desesperación y al suicidio. Vida y muerte se confunden en sus valores, y aquello que es evitado en otros personajes, en los expresionistas se carga de una fuerza que no evita la degradación, la violencia, lo obsceno, lo desagradable. En el lenguaje del drama expresionista  (…) “la palabra dramática ya no se usa para la caracterización de peculiaridades individuales ni siquiera sociales, sino para la expresión de la interioridad prototípica de los personajes, para la manifestación de sus ideas e inquietudes. Ello explica que el drama expresionista recurra con frecuencia al monólogo, una forma expresiva capaz de desvelar la intimidad del alma de los sujetos, en comparación, y a veces, en contraposición con sus actos. (Maldonado Alemán, 2006,140)





lunes, febrero 27, 2012

Granos de uva en el paladar | Versión libre de los cuentos de Susana Hornos



Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza.
Españolito que vienes
al mundo, te guarde Dios.
Una de las dos Españas
ha de helarte el corazón
.
(Proverbios y Cantares, Antonio Machado)


No somos los únicos, pensé…sentí que la búsqueda de la no memoria nos pertenece a todos, a América Latina, al otro lado,
a los que nos precedieron y los que vendrán
.

Federico Luppi, actor argentino.


Desde el programa de mano todo comienza antes de que se levante metafóricamente el telón. La cita de Federico Luppi, sobre nuestras heridas en común, la línea de tiempo que establece la sucesión de los acontecimientos; relatos encarnados en las actrices  que van uniendo, la Historia de un país, España, y la historia de sus protagonistas: víctimas y verdugos, seres anónimos, en la encrucijada violenta de la guerra civil, y luego, cuando la memoria quiere desandar su rumbo de olvido para permitirles reconstruirse en una entidad donde nadie falte a la cita. Todo está allí, lo expresado y lo simbólico, el color de fondo, rojo y el cuerpo desnudo, de espaldas para que en su anonimato todos y cada uno se encuentre atravesado por la instancia inquietante de su presencia. Para algunos de los espectadores que asisten a la puesta en el Centro Cultural de la Cooperación, la vivencia de esos hechos, es un relato familiar conocido, temido y recordado, un antes y un después en la propia línea cronológica de su historia; para otros, un hilo conductor entre el ayer vivido en otro país y en un pasado no tan lejano en el propio. Algunos más, tal vez, descubran ciertos aconteceres similares con sorpresa. Todo empieza entonces antes de empezar, como la alegría y los cantos de los personajes que vienen de la extraescena para contarnos sus expectativas, deseos y esperanzas en una España de la Segunda República, casi en las vísperas de la insurrección franquista. La síntesis que se logra con la suma de los personajes y sus vidas es representativa de lo ocurrido, desde la alfabetización de la mujer, la ley de divorcio, la vida carcelaria y su relación con la Iglesia, como así también la homofobia que termina con la vida, en el cuadro final, de Luis y Miguel. La reconstrucción de lo ocurrido a través del despertar de un desaparecido cierra la obra, y siembra la esperanza del reencuentro, a pesar del tiempo y la distancia. España tiene un representante de esa lucha por lograr la verdad y recuperar la memoria de un pueblo, el juez Garzón, neutralizado por un dictamen judicial que lo inhabilita a continuar en su cargo; la oscuridad no cesa de propagar su necesidad de cerrar los caminos que conducen al reencuentro con lo sucedido. Haciendo un poco de historia, la guerra civil española tuvo en su momento en los escenarios de Buenos Aires, sus bandos determinados: la postura de Lola Membrives, y la de Margarita Xirgu, una por una vuelta a la España conservadora y otra luchadora desde siempre por la República.

La figura del teatro español que encarna a los leales es la actriz Margarita Xirgu. Cuando llega al país la reciben delegaciones obreras, y en febrero de 1938 está dispuesta a regresar a España para defender a la República. Pone es escena a García Lorca, y sala del teatro Odeón se llena, la ovaciona, y vitorea las expresiones contra la tiranía cuando actúa en Fuenteovejuna, el inmortal drama de Lope de Vega. La favorita de los rebeldes es Lola Membrives, quien, según dicen, primero es republicana, luego apoya a los dos bandos, y finalmente se que queda con Franco. (Goldar, 1996, 179)

 En una ciudad, como era Buenos Aires, de alto porcentaje de inmigrantes españoles, entre otras colectividades, la contienda se vivió como propia, y no fueron pocos los argentinos que se sumaron a uno u otro bando, e inclusive formaron parte de la lucha armada1. Esa hispanidad dividida que tan bien definió Antonio Machado2, es por cierto una herencia que también nos divide en polos opuestos desde siempre. Por esta razón el espacio escénico es totalmente despojado, no es necesario nada más, no sólo por el espesor de la historia sino por la corporeidad social que en él se construye a partir del juego actoral. El espacio lúdico va estallando en distintos espacio-tiempo por la fuerza del relato lineal en un nefasto recorrido desde la España lorquiana – desde 1932 y antes de que estallara la Guerra Civil– a la España que hoy se intenta ocultar. Corporeidad social donde memoria-historia-pulsión de vida y de muerte se entrecruzan y se amalgama en un solo hecho teatral. El rojo intenso envuelve el espacio real representado, es el rojo de sangre de los muertos / desaparecidos y es el rojo de la pasión por el no olvido; es una puesta en escena de la memoria colectiva y el grito desesperado por la revisión del discurso oficial incomprensiblemente actual. Quizá por ello la escena donde las actrices quedan casi suspendidas en un tiempo otro y con sus bocas abiertas pero sin emitir palabra alguna sea tan perturbadora que nos recuerda, como El grito de Edvard Munch[3], la angustia de la tragedia humana. El vestuario es neutro y atemporal, el negro del duelo, del luto y del sentimiento de pérdida, y el gris para ese accesorio funcional según requiera la acción dramática: una cuerda o un fusil, el hábito de monja o traje de reclusa o el delantal de cocina,…. Las seis actrices construyen con dinamismo a los quince personajes comprometidos emocionalmente y la obra adquiere un lenguaje y ritmo escénico que le es propio. A través de sus desplazamientos y del poder expresivo, tanto de sus cuerpos como de sus gestos, de sus voces y de sus miradas, como la  presencia no menor de otros sistemas significantes - la iluminación, la banda sonora original y la coreografía- hacen que en esta propuesta estética la corporeidad social a la que nos hemos referido trascienda el color local y cada espectador realice su propio camino a través de los diferentes intersticios que la obra nos abre, mientras todavía resuena en nuestros oídos la poesía del cante:

En la calle de los muros
mataron a una paloma
Yo cortaré con mis manos
las flores de su corona.

(Federico García Lorca)










Granos de Uva en el paladar sobre textos de Susana Hornos. Elenco: Arantza Alonso, Lucía Andretotta, Marta Cuenca, Clara Díaz, Sauce Ena, Ruth Palleja. Diseño de caracterización y vestuario: Néstor Burgos. Iluminación: Mariano Arrigoni. Diseño escenográfico: Alejandro Mateo. Realización escenográfica: Chinthia Chomsky. Banda sonora original: Gonzalo Morales. Coreografía Paco y Rosa: Antonio Luppi. Fotografía: Akira Patiño. Diseño gráfico: Sergio Calvo. Producción ejecutiva: Cooperativa “Granos de uva en el paladar”. Asistencia en gira: Morgane Amalia. Dramaturgia y dirección: Susana Hornos y Zaida Rico. Centro Cultural de la Cooperación: Sala González Tuñón.

















Goldar, Ernesto, 1996. Los argentinos y la guerra civil española. Buenos Aires: Editorial Plus Ultra.









1
Dice Goldar en su libro: “Se pide voluntarios para defender a la República en esta dura prueba el 31 de julio de 1936, en un mitin socialista, en el que hablan Alicia Moreau de Justo y el embajador de España, Enrique Díaz Canedo. Los vuelve a solicitar la multitud cuatro días después en un mitin radical cumplido en Córdoba, y los reclaman miles de obreros de la CGT el sábado 15 de agosto en el Luna Park. El compromiso con España es vital. Las izquierdas a ocho días de la rebelión militar, constituyen el primer comité que convoca a los voluntarios dispuestos a ingresar a filas leales. (…) El primer contingente que envía la Falange Española en Buenos Aires está integrado por treinta hombres. Se embarcan con destino a Vigo a fines de agosto, en el vapor “General Artigas”. Allí se pondrán a las órdenes de la Junta de Burgos”. (45)

2 El mañana efímero
La España de charanga y pandereta,
cerrado y sacristía,
devota de Frascuelo y de María,
de espíritu burlón y alma inquieta,
ha de tener su mármol y su día,
su infalible mañana y su poeta.

………………………………
Mas otra España nace,
la España del cincel y de la maza,
con esa eterna juventud que se hace
del pasado macizo de la raza.
Una España implacable y redentora,
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora,
España de la rabia y de la idea.

Antonio Machado

[3] El grito es el título de varios cuadros del noruego (1863-1944), en todas las versiones el cuadro es abundante en colores cálidos de fondo, luz semioscura y la figura principal es una figura andrógina en un sendero con vallas que se pierde de vista fuera de la escena. Esta figura está gritando, con una expresión de desesperación. El cielo parece fluido y arremolinado, igual que el resto del fondo. (http://es.wikipedia.org/wiki/El_grito)
















Motivos para festejar sobre las tablas

TEATRO › HERMINIA JENSEZIAN HABLA DE LOS QUINCE AÑOS DEL TEATRO TADRON


 
La actriz es la propietaria de este espacio palermitano en el que se respira cultura armenia, aunque se monten obras de todo tipo. La celebración comienza hoy con la reposición de Volvió una noche, la puesta con la que se inaugurara la sala.

 Por Carolina Prieto
En la esquina de Niceto Vega y Armenia funciona desde fines del ‘96 Tadrón Teatro. Entrar a esa casona de Palermo, construida en 1912, es suspender por un rato el ruido y el ritmo de la gran ciudad y sentirse en algún lugar íntimo, colorido y apacible de Oriente. La actriz y directora Herminia Jensezian es la dueña y la directora artística de la sala independiente que desde su creación combina producciones propias (muchas de dramaturgos armenios), obras gestadas por otros teatristas (algunas verdaderas gemas del circuito alternativo como Nada del amor me produce envidia, de Santiago Loza, con la actuación de María Merlino) y ciclos especiales como Teatro por la Justicia, además de talleres, seminarios, charlas y un puñado de mesas que invitan a saborear exquisiteces orientales. Antes de entrar o al salir de la sala donde caben no más de cien personas, los espectadores pueden sentarse en un living que respira texturas, colores y objetos de distintos países de Oriente. Allí, Jensezian y su hijo ofrecen la posibilidad de descubrir la cocina armenia, un elemento central de esa cultura que hace del encuentro, los manjares y la bebida una celebración de la vida.
Los festejos por los quince años comenzarán hoy a las 20 con el estreno de una nueva versión de Volvió una noche, de Eduardo Rovner, con la que se inauguró el espacio. En esa primera versión, la comedia sobre el regreso de una madre muerta para conocer a su nuera y palpar la vida de su hijo fue presentada en armenio. Esta nueva puesta dirigida por Jensezian –que encarna al personaje de la madre– es en castellano, cuenta con música en vivo a cargo de un cuarteto de tango y con varios guiños a la comunidad armenia.

–¿Por qué retomar esa obra para iniciar los festejos?
–Es una de esas grandes obras a las que siempre quiero volver. Tenía muchas ganas de hacer una comedia y Volver... es muy sólida desde su estructura dramática y también muy desopilante. El tema de la madre que vuelve de su tumba para conocer a la mujer de su hijo, ver cómo están viviendo y encontrarse con que nada es como ella soñó es algo muy común entre las madres, sean armenias, judías, argentinas o italianas. La dificultad de aceptar que los hijos no les pertenecen y que ellas son un medio para traerlos al mundo es universal, como lo es el amor de ese vínculo. En Praga la obra lleva diez años en cartel.

–¿Cómo aparece la cultura armenia en este montaje?
–Al ser madre e hijo armenios, hay rasgos de esa cultura que se cuelan, como las comidas, pero son detalles que no alteran la esencia. Hay un único personaje que modificamos. Reemplazamos a Chirino, el Sargento de Juan Moreira –que en la obra ayuda a la madre en su intento de encauzar al hijo– por un personaje de la mitología armenia. Me interesó que la historia suceda en el marco de una familia de origen oriental como nota de color.

–¿Qué motivó la creación de Teatro Tadrón?
–Hace 27 años creamos con mi marido el grupo de teatro George Sarkissian: al comienzo hacíamos obras en idioma armenio en todo tipo de espacios. Actuábamos en salas, sótanos, patios e iglesias. Llegó un momento en que queríamos tener nuestro propio espacio de trabajo. Así llegamos a esta esquina, que antes fue una panadería, y decidimos comprarla. Mantuvimos todo lo que pudimos de la construcción original –la puerta, el piso, las vigas– y modificamos el interior para poder tener una sala lo más amplia posible.

–¿Cómo caracteriza la actividad de la sala en estos años?
–Empezamos tímidamente haciendo obras en armenio con traducción en sala al español, a través de un sistema con auriculares. Así llegábamos a un público amplio. Inauguramos en noviembre del ’96 con Volvió una noche, yo actuaba y mi marido dirigía. No nos interesó encerrarnos en nuestra cultura. De hecho, en el ’99 llevamos La Nona, de Tito Cossa, a Armenia. Buscamos articular las dos culturas, para enriquecernos y abrirnos. Además el idioma armenio se fue perdiendo. Queríamos integrar el bagaje cultural que traíamos con el lugar donde uno se crió y formó. Estudié dirección con Juan Carlos Gené y escenografía con Gastón Breyer, a quienes admiro y quiero profundamente. Fueron maestros mucho más allá de lo artístico.

–¿Cómo surgió Teatro por la Justicia?
–Cuando gestamos el ciclo en el 2006 había cinco obras en cartel sobre el genocidio armenio, muchas de autores argentinos. Estaba instalada la necesidad de abordar el tema. En el ciclo queríamos reunir obras que traten distintas formas de abuso y de violación de derechos humanos. Y no es una elección casual: soy hija de sobrevivientes del genocidio cometido por los turcos y creo que hay algo de eso que todavía no está totalmente elaborado. No es casual el camino que uno elige. El ciclo propone temáticas duras, nada amables, pero la gente sale agradecida de ver las obras, de haberse enterado, de saber algo más. Y para nosotros ayudar a tomar conciencia justifica el esfuerzo de sostener esta movida, a veces con subsidio y otras sin. El año pasado, Boulogne, con Malena Solda, Martín Slipak y Noemí Morelli, fue un boom: hacíamos dos funciones seguidas.

–¿Cómo serán los festejos?
–Seguimos con nuestra programación anual que incluye obras nuestras, otras que nos proponen, el ciclo Teatro por la Justicia los jueves desde el 26 de abril. Reponemos Como arena entre las manos, con Ana María Cores; estrenamos Encuentro en Roma, de Jorge Palant; Hrant Dink, de Pablo Mascareño, y Señor Garbis, de Vahe Berberian. Habrá novedades como la creación del Archivo Gastón Breyer, que fue padrino de Tadrón. Junto a otras alumnas suyas y a su hija, decidimos reunir el legado de años de trabajo escenográfico, de puesta y también heurístico, y armar un archivo de documentación en soporte físico y virtual para que todos puedan consultarlo. También habrá una serie de homenajes a quince personalidades notables que nos acompañaron en todo este tiempo, como Roberto Cossa, Onofre Lovero y Olga Cosentino. Y una serie de entrevistas abiertas a quince teatristas, a quienes invitaremos a charlar con el público y tomar café oriental. Además se viene un ciclo de narración y cena que funcionará en el living desde abril: Cuentos y Sabores de Oriente. Será una fusión entre los relatos y los platos más tradicionales, simples y sabrosos de la cocina armenia. La idea es desempolvar esas recetas típicas para disfrutar de la comida y de los cuentos.

Nota Original

+Info


Reseña | Los muros y las puertas en el teatro de Víctor García




























¡Lánzate!


Por Azucena Ester Joffe, María de los Ángeles Sanz
 

La primera virtud que tiene esta publicación es rescatar del olvido a un creador transcendente dentro de la dirección del teatro argentino que no había tenido hasta ahora un reconocimiento merecido. Compañero de ruta de Marcelo Lavalle, (aunque se proyectaban en estéticas muy diferentes) en los momentos primeros de su trayectoria, en Buenos Aires, Victor García fue un embajador audaz de la vanguardia teatral de la década del sesenta que tuvo que irse en 1962, aunque alguien puede decir que lo eligió, no por salvar su vida o tal vez también, (no sabríamos que hubiera pasado con él si se hubiera quedado en el país, como comenta Malcún) sino por salvaguardar su poder creativo, el derecho a ejercer la imaginación y la libre elección de sus autores favoritos, a ser quien era, respetando su identidad, en una sociedad como la de los 60/70 que se debatía entre los gobiernos democráticos y los golpes de Estado. García, tucumano de nacimiento como el autor de su biografía artística, podemos entender que sufrió el doble exilio que supone venir de su provincia a la Capital, y de allí al mundo. Juan Carlos Malcún no puede en su escritura soslayar la admiración que siente por su conciudadano, pero que avala a través de entrevistas, notas periodísticas, recuerdos y declaraciones. La segunda, es que establece una relación vida- contexto socio /político – campo cultural / teatral que permite tener, para los que no lo conocieron, una visión completa de su vida y desarrollo artístico y personal, en pocas palabras: conocer a un creador en su complejidad,  que como todos es hijo de su época, y conocerlo desde todos los puntos de vista. Juan Carlos Malcún es además de docente e investigador, (este trabajo es el resultado de quince años de trabajo de búsqueda) arquitecto y escenógrafo, disciplinas que le permiten la mirada especializada sobre los elementos y las formas que Víctor García utilizaba para llevar adelante sus trabajos, que obedecían al deseo de transgredir la simple escenografía de reconstrucción de época, o ilustración de un texto, sino que por el contrario proponían la transgresión a partir de la construcción de una estructura que necesitaba ampliamente el conocimiento del espacio. Como bien afirma en su libro:
                       
El camino recorrido por Víctor Pedro García, estuvo fundamentalmente dirigido a romper con un pasado de 500 años (teatro a la italiana) de un teatro palabras, imitación, e ilusión, lógico y racional, sostenido únicamente por el lenguaje de la palabra, además una constante y permanente investigación, referidas a las transformaciones en el cuerpo del actor, exploraciones en las distintas posibilidades expresivas en los materiales teatrales, como en el vestuario, la luz, el lugar del espectador, y los dispositivos escénicos y fundamentalmente el tratamiento del espacio teatral. (67)

                       
 El texto divido en diez capítulos, previos agradecimientos, un prólogo de Carlos Pacheco, y una Introducción que narra las vicisitudes de la elaboración del libro y como va a estar distribuida la información rescatada; tres apartados que sirven de marco al cuerpo propiamente dicho del trabajo. El primer capítulo: “El arte, ese objeto tan hostil”, ubica en tiempo y espacio histórico al objeto de su estudio; comienza con la descripción de la puesta en el 66 de una de las obras más representativas del dramaturgo español, Fernando Arrabal, creador entre otras cosas del teatro pánico, junto al chileno Alejandro Jodorowsky y el francés Roland Topor, El cementerio de automóviles, que acompaña con material de prensa que corrobora el éxito obtenido: “Los elogios de la crítica transformaron a la puesta en un hecho casi legendario y le abrieron a su responsable “las puertas de la capital francesa”(21); y la sorpresa ante la puesta que Víctor García llevó adelante. No fue la única pieza de Arrabal que llevaría al escenario, en 1971, dirigiría El arquitecto y el embajador de Asiria, en Londres, en el teatro Old Vic dirigido por el actor Laurence Olivier y con la actuación de un joven y todavía ignoto Anthony Hopkins. A partir de allí, establece un nexo entre la situación de García en Europa y los acontecimientos que sucedían en la Argentina de aquellos años y que explican la decisión del artista de irse del país, como la de otros tantos creadores que se sintieron ahogados por el clima de represión que se vivía:  

Los edictos policiales vigentes en Buenos Aires fueron introducidos bajo el gobierno de Perón en 1946. Un fallo de la Corte Suprema los declaró incondicionales en 1957, porque no respetaban el derecho de defensa. Eso no impidió a Frondizi aplicarlos con saña, gracias a los servicios del comisario Margaride (jefe policial bajo las administraciones de Frondizi, Guido, Onganía, Perón), que adoraba allanar hoteles alojamiento, organizar gigantescas razzias en subtes y cines, en busca de vagos y perversos. (25)

De la generalidad de los sucesos que nos involucraban a todos como sociedad, en el capítulo dos: “Estética y trayectoria en el teatro de Víctor García”, Malcún, pasa a la especificidad el recorrido del director tucumano; y lo inicie con un epígrafe donde el propio García se define a sí mismo: “Necesito sentir todo lo que haga hasta niveles insospechados. Mi mundo es de este modo, un tanto particular y no es raro que resulte hermético para muchos”. (33) Víctor García. El recurso de las palabras del propio protagonista de la historia, como las anécdotas narradas por su familia, sus hermanas, autores y actores de sus puestas, amigos y conocidos, más los datos obtenidos por el rastreo de las críticas de la prensa nacional y extranjera, todo atravesado por la historia argentina, más la teoría filosófica de autores tan disímiles como Ortega y Gasset, Albert Camus, Jean Paul Sartre, entre otros, son constantes en el desarrollo de la propuesta del autor, pero este segundo capítulo es una condensación de la trayectoria desde su Tucumán natal hasta su muerte en el 28 de agosto de 1982. Resumen que luego desarrollará  en temas puntuales en los próximos, pero que le permite al lector un paneo rápido sobre su vida. En el capítulo tres: “Manifiesto Mimo teatro”, extrae uno de esos momentos y lo expande para explicar a través de su análisis la identidad artística de Víctor García. La conformación del grupo Mimo teatro (1958), formado por Jorge Lima, Nancy Tuñón, Vilma Larece, Luciana Daelli, Alberto Gerlero y otros; alejado de toda propuesta realista- naturalista, y también de la neo –vanguardia asimilada al absurdo europeo, propone una mirada tangencial en la búsqueda de un teatro irracional, donde el espacio se verticalice, y se abra en espirales insospechadas para la mirada de un espectador y aún de algunos creadores adocenados en la horizontalidad obligada de la caja a la italiana. Único momento en el que García teorizará al mejor estilo surrealista sobre su estética, ya que luego descreerá de todo lo enunciado para obtener la libertad máxima de realización, el texto reproduce el Manifiesto del grupo y lo analiza párrafo por párrafo. El capítulo también incluye las declaraciones de Jorge Lima sobre los proyectos y el entrenamiento que el grupo realizaba:

…Nosotros nos entrenábamos como malabaristas, como actores, con mímica, con impostación de la voz, foniatría, vocalización, canto, plástica, también como actores circenses, porque muchas de las técnicas de Víctor provenían de ahí: el malabarismo, el equilibrio en cuerdas, el trabajo con objetos en el aire. Trabajábamos con música, con improvisaciones, tanto realistas como surrealistas; de pronto, aparecían elementos del absurdo, de la comedia del arte. (…) los ensayos que hacíamos en el sótano de un bar de la calle Sarmiento (…)  En la superficie del bar hacíamos café – concert, con la participación del público. También representábamos en las plazas, teníamos carros, una de esas chatas…donde se llevaban bolsas, con dos caballos e íbamos por las calles representado El retablillo de Don Cristóbal. (…) (59)

También como en casi todo el libro, el capítulo incluye fotos, programas de las puestas y los facsímiles de los escritos que sobre el grupo o las puestas llevaba; de no fácil lectura, hubiera sido interesante un anexo o apartado para acceder de forma más clara a los mismos, ya que así como aparecen, son sólo un elemento ilustrativo más. La especificidad de su estética es el tema del cuarto capítulo: “La deshumanización y lo esencial”. Surge del recorrido del autor la certeza de que las lecturas del director tucumano producen una poética que tiende a la búsqueda de un actor que se despoje de toda su humanidad cotidiana y conforme de su mano  un personaje esencialmente diferente a lo real; un personaje nuevo, una construcción única. Algunas definiciones ya habían sido abordadas por él en su Manifiesto, otros conceptos aparecen también en una de las entrevistas que Malcún transcribe:

Yo quisiera un teatro totalmente inteligente, sano y curioso. Que esté lleno de invenciones…Para mí cada puesta en escena es una sorpresa. (…) En cuanto a su relación con el actor definía: (…) mi técnica, que consiste desde un principio en deshumanizarlos por completo para neutralizarlos a sí mismos, formar un equipo para el cual ya no es importante que uno sea rojo o negro, fuerte o débil. Es una metamorfosis permanente…Yo me transformo en ti, tú transformas en mí. Después cada uno encuentra su personalidad verdadera y la sigue viviendo.
Yo tengo horror de insertarlos en un mundo determinado y hacerlos vivir en ese mundo de locura, de bondad o de inteligencia. No, yo quiero que a la salida del teatro, cada uno tenga su mundo propio, su libertad de elección. Que al otro día este dispuesto a neutralizarse y expresar un mundo colectivo. Esta es mi posición. El destinatario, el público no estaba ausente en su pensamiento: En cuanto a la relación público – obra busco, ante todo, la emoción colectiva y que los espectadores lleguen a vivir esa emoción.  (74)

Malcún, no sólo expone desde las propias palabras de García los conceptos que involucraban su poética, sino que la compara con otros directores que también proponían una relación diferente a la mimesis en la escena. Así menciona a Gordon Graig, Antonín Artaud, Tadeusz Kantor, Luca Ronconi, Richard Schechner, Ariane Mnouschkine, y Peter Brook, Jerzy Grotrowsky,  Eugenio Barba. Establece de esta manera, una línea de ruptura con la corriente realista reflexiva que se desarrollaba en ese mismo tiempo en Buenos Aires, que incluía a autores y directores como Roberto (Tito) Cossa, Ricardo Halac, Carlos Gorostiza, entre otros; y también con aquellos que buscaba, siguiendo al dramaturgo alemán Bertold Brecht, el distanciamiento con respecto del espectador a lo ocurrido en el escenario; o incursionaban en el teatro del absurdo. Se basa para este análisis, al que hace de estos años en el teatro y de las corrientes  estéticas que cruzaban el sistema el investigador recientemente fallecido,  Doctor Osvaldo Pellettieri. Si desde lo teórico lo asimila a los directores mencionados, también va a hacer referencia a los autores que le proponían al director tucumano la posibilidad de experimentación: el ya nombrado Fernando Arrabal, Federico García Lorca con quien comenzó su camino teatral, El retablillo de Don Cristóbal, El amor de Don Perlimplín con Belisa en el jardín (1951), El maleficio de la mariposa (1958), Yerma (1971/1975). Esta última fue un éxito de público y crítica en 1974 en Buenos Aires,  (a excepción de la crítica de Jaime Potenze, en La Prensa) por lo despojado de la escenografía, totalmente alejada del costumbrismo habitual con que se representaba al autor español, donde la compañía de Nuria Espert, se movía y construía sus personajes con sólo una enorme tela flexible en el escenario que no les permitía hacer pie en tierra firme,  para parecer estar suspendidos en el aire. Jean Genet, de quien puso El Balcón (1969/70/71), y Las criadas (1969); Alfred Jarry y su original puesta de Ubú Rey (1965); y La rosa de papel (1964) y Divinas Palabras (1977) de Valle Inclán. El quinto capítulo: “El módulo esencial” le es necesario para desambiguar el recuerdo y el trabajo de Víctor García. Un malentendido hace que muchas veces se lo defina como escenógrafo sin advertir que desempeñaba ambas tareas de una forma integral. Director teatral y escenógrafo, a la manera de un reggiseur. El biógrafo afirma con convicción y tras su largo estudio de los materiales reunidos, que consiguió concretar el concepto de “teatro de la totalidad” que habían propuesto Erwin Piscator y Walter Gropius; reinventando el espacio de la sala a la italiana, demostrando que aún no están agotadas sus posibilidades. La búsqueda, por otra parte, de una esencia que se encuentra más allá de las palabras; “Mi trabajo es interpretar, decir lo que no ha dicho el autor”  es el otro elemento que analiza en esta parte del cuerpo del texto. “Módulo esencial” era la denominación que el director daba a su trabajo en el espacio escénico:

García reinterpreta estas ideas y propone un edificio escénico contenedor de un espacio percibido como flotante, elástico, flexible, de fuerte verticalidad y materialidad expresiva; con sonidos, gritos, objetos, máquinas, ruedas gigantes transparentes, que giran y se desplazan como elevadores, cuerpos desnudos en el aire, despegados de la superficie plana y rígida de la clásica “caja italiana”, suspendidos con arneses como una necesidad de despegarse de la tierra Esta práctica aparecerá en odas sus puestas. (91)

En el siguiente, “Los actores de Víctor García”, Malcún atraviesa su objeto de estudio por medio de la mirada de sus actores, una relación determinada por la propuesta de un grupo heterogéneo y siempre en la búsqueda de la construcción del personaje entre lo singular y lo plural. Estos elencos eran “una verdadera torre babilónica” porque sus integrantes pertenecían a distintas nacionalidades, aunque nunca fue un obstáculo sino al contrario “algo mágico y transformador ocurría” más allá del lenguaje verbal. Así, a través de fuentes primarias, el autor permite que cada lector en solitario intente reconstruir las estrategias de dirección de García. Siguiendo atentamente cada testimonio que da cuenta de un tiempo breve pero demasiado intenso, quizá hoy podríamos intentar pensar que su principal estrategia fue “destruir lo aprendido”. Derribar para que cada integrante no estuviese pegado a la tierra mediante códigos preestablecidos, sino que su participación fuera directa para lograr que cada situación dramática fuese onírica y a su vez adquiriera una dimensión enorme. En la búsqueda de un “limbo” escénico, de un espacio y un tiempo otro, el director tucumano declaró: “Necesito hacer salir el alma del actor, controlar sus reacciones, desinhibir al comediante para que se exalte.” (113). El séptimo capitulo, “Obras representadas con la compañía de Ruth Escobar”, nos permite detenernos en tres puestas: El cementerio de automóviles (1968), El balcón (1969) y Autos sacramentales (1974) y a partir del otro pilar de su estética, el espacio escénico, reconstruir su apasionado proyecto creador. Malcún va cruzando distintos niveles en su escritura y realiza un breve recorrido por la trayectoria de Ruth Escobar, actriz y productora, y el comienzo de la relación afectiva y profesional con García en un momento muy difícil para Brasil por la cruel dictadura. La propuesta estética y la elección del insólito espacia teatral, un taller mecánico, para la puesta en escena de El cementerio… provocó en el campo teatral brasileño un impacto tal que se podría comparar con el producido por la ritualidad de Artaud. En la siguiente obra, El balcón, el escenógrafo le da un giro de 180º al espacio sugerido en el texto dramático: “ya que el espacio escénico era una estructura circular, “escenario-espectador-arquitectura”, y el espectador, como integrante de esa estructura, era observado por los actores.” (121) Además, en esta oportunidad, para alcanzar tal genialidad García dio un paso más: “destrucción, construcción y nueva destrucción” del espacio teatral:
La torre en su interior generaba un cilindro “vacío”, que atravesaba desde el sótano […] hasta el último piso de lo que quedó del teatro original existente. Este espacio interior vertical fue un “espacio escénico” sin precedentes en la historia del teatro, un componente “inmaterial”, estructurante de la puesta.
Este “espacio vacío”, paradójicamente, estaba “lleno de sentidos” (122)

La complicada relación Escobar-García, que se potenciaba por el amor al teatro y los momentos de odio, llevó adelante su último desafío con Autos sacramentales, en el marco del 8º Festival Internacional de Shiraz. García pensó la propuesta espacial como la “máquina de representar”y era “un gran diagrama de aluminio y cristal de unos 12 metros de diámetro”. Pero semejante dispositivo escénico sufrió los avatares del traslado en avión y nunca llegó a destino. La omisión de la “máquina de representar” que era el “organizador del espacio y de las necesidades del discurso teatral” no produjo la recepción espera. Luego en la Bienal de Venecia fue todo un éxito. El corolario de esos siete años de pasión y de creación, de premios y censuras, fue para la directora un cambio en su trayectoria: organizó el 1º Festival Internacional en Brasil y sus logros pusieron a nivel internacional al teatro brasileño. Mientras que García demostraba una vez más “su desbordante capacidad de creador e innovador de la metáfora teatral”. El siguiente capítulo, “Obras representadas con la compañía de Nuria Espert y Armando Moreno”, se apoya en una relación que duro también siete años y llevo adelante las puestas de Las criadas (1969), Yerma (1970/75) y Divinas palabras (1975). Manteniendo su estilo en la escritura autor da cuenta de la forma en que este vínculo logró el reconocimiento mundial del teatro español. Si el teatro de Genet es “una cámara de espejos donde no existe la realidad” así lo imagino Víctor García en Las criadas, como “una cámara es espejos destinada a una celebración ritual”, y comenta Malcún:

Un escenario de fuerte pendiente lograba, paradójicamente, un equilibrio inestable, que producía tensión-calma-tensión; e invadía y movilizaba, en todo momento, la atmósfera de la representación. (139)

Como en las anteriores puestas en escenas el dispositivo escénico fue la resultante de la metáfora teatral. Yerma no fue ajena a esta constante en la estética de director y dejó sin posibilidad de anclaje al horizonte expectorial tradicional. Además, García fue más allá de una simple interpretación sobre la esterilidad de una mujer: “Esta no era la tragedia de una mujer estéril –señaló-, sino la tragedia de la esterilidad entendida en su sentido más amplio y ligado al estancamiento de una sociedad” (147). En Argentina se estrenó en 1974 y fue, luego de su partida, su única obra en los escenarios de Buenos Aires; Malcún incorpora la voz de Francisco Javier, quien hace un detallado comentario sobre esta puesta en el apartado “Yerma o el estallido del plano horizontal de la escena”, un dispositivo sin precedentes en el espacio a la italiana, una máquina de representar que obtuvo premios y críticas a favor y en contra. El biógrafo aclara:

Los servidores de escena, a manera de  “distanciamiento” y a la vista del espectador, trabajaban colocando allí ganchos que accionaban las poleas, manipulaban los tensores que colgaban de la parrilla y eran los responsables de producir los cambios y transformaciones de los paisajes simbólicos-metonímicos de los distintos momentos de la escena. Así se producían nuevos juegos que involucraban a los actores. (148)

Divinas palabras fue la última de la relación con la compañía Espert, también cosechó aplausos y rechazos, en parte porque el dispositivo imaginado por García era una vez más un solo elemento. Enormes órganos de iglesia que se van transformando en diferentes espacios: “como ‘jaulas’, ‘casa’, ‘iglesias’, ‘plaza pública’ y como ‘elevador para la exposición pública, con toda la desnudez de la adúltera’ y con evidentes ‘alusiones fálicas’” (157). Víctor García no solo conocía perfectamente la obra de Valle Inclán sino que además, como en las otros proyectos buscaba en lo no dicho por el autor del texto dramático, en los pequeños intersticios entre las palabras, para encontrar el punto de vista metafórico. El noveno capítulo, “Cronología de puestas en escena de Víctor García”, es un detallado recorrido por la trayectoria artística del creador y fuente imprescindible para futuras investigaciones. Por último, la “Entrevista a Nuria Espert” es un relato de vida, con todos los matices que plantea la situación entre el entrevistado y su relato oral, entre la emoción del recuerdo y la ansiedad del investigador por aprehender su objeto de estudio. En un intento de completar esos vacíos por falta de datos y por una cuestión generacional. Es por demás conmovedora la carta de Nuria a su amigo Vincent al anunciarle que Víctor ha muerto, quizá por eso Malcún cierra su investigación con ella, y ante la dificultad de hallar la frase pertinente para semejante pérdida física:
Bueno, Vincent, esto no tiene fin y me esto metiendo en un tema que ya no es interesante. Tengo ganas de verte, pero no enseguida. Tenemos que darnos tiempo. El tiempo de comprender que él no está y que no habrá más espectáculos de Víctor García. Qué descanso para algunos, qué pérdida, qué tristeza para el gran teatro del mundo. Nuria. (197)   

Juan Carlos Malcún con pasión y admiración por la poética del director argentino, pero no por ello menos académico, nos lleva por este recorrido laberíntico como fue la vida de Víctor García. Vida-obra entendida como un solo término, donde no existía el límite entre lo público y lo privado, entre la vida personal y el teatro, y donde la fuerza creadora era superior a cualquier canon legitimado. Un recorrido por todas las aristas del proyecto creador, una metáfora teatral y una metáfora de vida. “Muros” y “puertas” que el iconoclasta artista de carácter difícil, solitario y contradictorio levantaba y abría, de manera inconsciente y provocadora ante un mundo “incómodo y oxidado”. Quizá la invisibilidad de la obra artística de éste revolucionario del teatro ahora con el presente trabajo, producto de la ardua investigación, como el magma se transforme después de una erupción -como fue la intensa vida de García- y una vez en la superficie al enfriarse se consolide en una roca volcánica del teatro universal y argentino en especial.






Los muros y las puertas en el teatro de Víctor García
Juan Carlos Malcún
Colección Homenaje al Teatro Argentino
Instituto Nacional del Teatro
2011/ 205 páginas










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