
Arístides Vargas escribe desde el exilio, desde su no lugar, al
resguardo de una memoria que permite el rescate de la vida, de aquella que el
tiempo se empeña en deshacer sistemáticamente ayudado por los hombres, que
intentan a través del olvido de los otros preservar su propio reino. El tiempo
tiñe y destiñe los recuerdos, los modifica, pero la palabra del autor consigue
volverlos mágicos, de la materialidad de los sueños, de la fuerza de lo que no
puede morir porque vive en la imaginación. La puesta que dirige Mercedes
Fraile, con la asistencia de Luciana Bava, hace pasar el punto de vista por esa
construcción, en este caso, cargada de un humor familiar, cotidiano, para dar
cuenta de una temática que nos deja a todos como espectadores reflexionando
sobre nuestra propia relación entre el tiempo y su paso por nuestras vidas. Cómo
detener el tiempo, sin detenernos en él, sin vivir un proceso de estancamiento;
cómo convivir con el deterioro de todo lo que nos rodea, y que se nos aleja
hasta desaparecer. La respuesta es casi obvia, a través de la memoria que se
traslada de generación en generación en un relato que se construye de la
fragilidad del recuerdo pero que aunque dulcifique o modifique los hechos nos
permite rescatarlos. Las mujeres son las depositarias de ese legado, y Vargas
pone en ellas el deseo de mantener en alto una tarea no preciada pero preciosa.
Se puede afirmar que La edad de la
ciruela es la historia de un linaje matriarcal, donde la soledad de los
personajes femeninos se cruza con lo masculino sólo en el pensamiento, sólo en
la memoria. Las muy buenas actuaciones dan a cada uno de los personajes, una
calidad de composición que hace de sus criaturas una personalidad diferenciada,
que nos llevan por el camino de la nostalgia con una sonrisa fresca, con un
humor a veces ingenuo, otras veces ácido, cínico, pero siempre resistente a la
necesidad del recuerdo. Un relato que comienza con la voz de una de las hijas
de Francisca que vuelve hacia atrás la mirada para hacernos a nosotros, los
espectadores, destinatarios de un legado que guarda como el único tesoro
familiar. Tempo y memoria ligados al discurrir de la naturaleza que todo lo
envuelve en su lento peregrinaje hacia la nada. La ciruela, la rata, la
descomposición de los cuerpos queridos, la ausencia de la tía Adriática, -un
muy buen trabajo de Guido Passafaro- espíritu que vuelve convertida en ángel,
para dar cuenta como la Carmela
de Sinisterra, que en el cielo no hay nadie que te reciba, va que no hay nadie,
ni allí, ni en el infierno, porque el problema es que nadie cree. Un mundo de
mujeres en tres generaciones cuyo testigo es Blanquita, la sirvienta,
imprescindible para armonizar el todo, en ese barroquismo de vida. El espacio
escenográfico se expande más allá de la platea con este personaje, que tiene
uno de los monólogos más sustanciales de la puesta, donde al tema de género se
suma el del rol social:
BLANQUITA:
[…] Como una es pobre, huele a cocina de pobre y tiene que aguantarse la
pomadita; porque si una fuera rica ya se hubiera hecho enllantar las
pantorrillas, se hubiera puesto el marcapaso, el ojo de vidrio, el levantateas;
todito me hubiera hecho… ¡Y ahí sí, que el tiempo se detenga! El tiempo de las
señoronas no es el mismo tiempo de nosotras, las criadas. ¡Jodidas estamos!...
Con humor a partir de su gestualidad corporal y de sus tonos es el
único personaje femenino que puede da cuenta del tiempo
cronológico de la historia, mientras el resto se sumergen en distintos saltos
temporales hacia el pasado suturando cualquier posible salida. Dispositivo escénico y la iluminación
construyen el clima necesario para la historia construida en dos tiempos
diferentes. Por un lado, a partir del intercambio de cartas entre las hermanas
ya adultas en el nivel inferior de la
Sala y en un espacio despojado, y, por otro, el espacio subjetivo
de la infancia donde las hermanas le ordenaron al tiempo que se detenga. En el
centro de este último espacio escénico, una gran caja con coloridos dibujos
infantiles que permite a las dos pequeñas introducirse en
ella e ir tejiendo la trama entre el olvido y los sueños, un canevas que
expresa más dolor y pérdida que inocencia infantil. Es el mundo de la antigua
casona y en él la saturación de elementos – el perchero, el sillón, la vieja
radio, revistas y libros por doquier,…- permite a los personajes ir mutando en
un universo mágicorrealista. Otro acierto de esta puesta, en particular, es que
si bien los desplazamiento de las niñas o mujeres son dinámicos y nuestra
mirada, en general, está focalizada por el recorte lumínico, logra teatralizar
ese tiempo espectral, suspendido ante ciertos fantasmas que emergen
naturalmente en el texto primero y del cual el texto teatral da cuenta a partir
del profesionalismo de todo el grupo. Una puesta que rescata la palabra del
autor para darle una espesura donde el humor sutura los intercisios del olvido y el dolor.
La edad de la
ciruela de Arístides Vargas. Elenco: Gabriel Atúm, Sofía Balda, Pilar
Calvo, Alina Catini, Jorgelina Moscardi, Guido Passafaro, Victoria Rucio.
Iluminación: Germán Giacalone. Escenografía: Valentín Arriaga. Asistente de
dirección: Luciana Bava. Dirección: Mercedes Fraile. Teatro: Andamio 90.
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