miércoles, septiembre 11, 2013

La edad de la ciruela de Arístides Vargas




Arístides Vargas escribe desde el exilio, desde su no lugar, al resguardo de una memoria que permite el rescate de la vida, de aquella que el tiempo se empeña en deshacer sistemáticamente ayudado por los hombres, que intentan a través del olvido de los otros preservar su propio reino. El tiempo tiñe y destiñe los recuerdos, los modifica, pero la palabra del autor consigue volverlos mágicos, de la materialidad de los sueños, de la fuerza de lo que no puede morir porque vive en la imaginación. La puesta que dirige Mercedes Fraile, con la asistencia de Luciana Bava, hace pasar el punto de vista por esa construcción, en este caso, cargada de un humor familiar, cotidiano, para dar cuenta de una temática que nos deja a todos como espectadores reflexionando sobre nuestra propia relación entre el tiempo y su paso por nuestras vidas. Cómo detener el tiempo, sin detenernos en él, sin vivir un proceso de estancamiento; cómo convivir con el deterioro de todo lo que nos rodea, y que se nos aleja hasta desaparecer. La respuesta es casi obvia, a través de la memoria que se traslada de generación en generación en un relato que se construye de la fragilidad del recuerdo pero que aunque dulcifique o modifique los hechos nos permite rescatarlos. Las mujeres son las depositarias de ese legado, y Vargas pone en ellas el deseo de mantener en alto una tarea no preciada pero preciosa. Se puede afirmar que La edad de la ciruela es la historia de un linaje matriarcal, donde la soledad de los personajes femeninos se cruza con lo masculino sólo en el pensamiento, sólo en la memoria. Las muy buenas actuaciones dan a cada uno de los personajes, una calidad de composición que hace de sus criaturas una personalidad diferenciada, que nos llevan por el camino de la nostalgia con una sonrisa fresca, con un humor a veces ingenuo, otras veces ácido, cínico, pero siempre resistente a la necesidad del recuerdo. Un relato que comienza con la voz de una de las hijas de Francisca que vuelve hacia atrás la mirada para hacernos a nosotros, los espectadores, destinatarios de un legado que guarda como el único tesoro familiar. Tempo y memoria ligados al discurrir de la naturaleza que todo lo envuelve en su lento peregrinaje hacia la nada. La ciruela, la rata, la descomposición de los cuerpos queridos, la ausencia de la tía Adriática, -un muy buen trabajo de Guido Passafaro- espíritu que vuelve convertida en ángel, para dar cuenta como la Carmela de Sinisterra, que en el cielo no hay nadie que te reciba, va que no hay nadie, ni allí, ni en el infierno, porque el problema es que nadie cree. Un mundo de mujeres en tres generaciones cuyo testigo es Blanquita, la sirvienta, imprescindible para armonizar el todo, en ese barroquismo de vida. El espacio escenográfico se expande más allá de la platea con este personaje, que tiene uno de los monólogos más sustanciales de la puesta, donde al tema de género se suma el del rol social:

BLANQUITA: […] Como una es pobre, huele a cocina de pobre y tiene que aguantarse la pomadita; porque si una fuera rica ya se hubiera hecho enllantar las pantorrillas, se hubiera puesto el marcapaso, el ojo de vidrio, el levantateas; todito me hubiera hecho… ¡Y ahí sí, que el tiempo se detenga! El tiempo de las señoronas no es el mismo tiempo de nosotras, las criadas. ¡Jodidas estamos!...

Con humor a partir de su gestualidad corporal y de sus tonos es el único personaje femenino que puede da cuenta del tiempo cronológico de la historia, mientras el resto se sumergen en distintos saltos temporales hacia el pasado suturando cualquier posible salida. Dispositivo escénico y la iluminación construyen el clima necesario para la historia construida en dos tiempos diferentes. Por un lado, a partir del intercambio de cartas entre las hermanas ya adultas en el nivel inferior de la Sala y en un espacio despojado, y, por otro, el espacio subjetivo de la infancia donde las hermanas le ordenaron al tiempo que se detenga. En el centro de este último espacio escénico, una gran caja con coloridos dibujos infantiles que permite a las dos pequeñas introducirse en ella e ir tejiendo la trama entre el olvido y los sueños, un canevas que expresa más dolor y pérdida que inocencia infantil. Es el mundo de la antigua casona y en él la saturación de elementos – el perchero, el sillón, la vieja radio, revistas y libros por doquier,…- permite a los personajes ir mutando en un universo mágicorrealista. Otro acierto de esta puesta, en particular, es que si bien los desplazamiento de las niñas o mujeres son dinámicos y nuestra mirada, en general, está focalizada por el recorte lumínico, logra teatralizar ese tiempo espectral, suspendido ante ciertos fantasmas que emergen naturalmente en el texto primero y del cual el texto teatral da cuenta a partir del profesionalismo de todo el grupo. Una puesta que rescata la palabra del autor para darle una espesura donde el humor sutura los  intercisios del olvido y el dolor.







La edad de la ciruela de Arístides Vargas. Elenco: Gabriel Atúm, Sofía Balda, Pilar Calvo, Alina Catini, Jorgelina Moscardi, Guido Passafaro, Victoria Rucio. Iluminación: Germán Giacalone. Escenografía: Valentín Arriaga. Asistente de dirección: Luciana Bava. Dirección: Mercedes Fraile. Teatro: Andamio 90.










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