Antón Chejov
escribe Tio Vania (1896)1 luego del estreno de La
Gaviota, preocupado por la denominación de su
dramaturgia; -comedia, drama-, es así, que para no entrar en conflicto decide
quitarle el rótulo de “comedia” que subrayaba su anterior obra, y sólo
agregarle a ésta “escenas de vida de campo, en cuatro actos”, denominación que
nos sugiere situaciones que en realidad no se acercan al fondo de la cuestión
que le preocupaba al autor: llevar a la escena no la fotografía de la vida sino
su clima más íntimo; construyendo con su escritura los vaivenes de las
pequeñeces cotidianas en cuya suma catastrófica se teje la tragedia o la
comedia más grotesca. Sus personajes sin heroísmos, en la consecución de una
abulia destructora, ven degradarse su vida, con indiferencia o con el dolor de
la comprensión de la necesidad de un cambio que siempre se perderá en la
víspera. En una Rusia que busca el equilibrio luego de la emancipación de los
siervos de la gleba, los hombres ven como su existencia cambia de raíz sin
atinar a encontrar la fórmula que los lleve a ocupar su lugar en el nuevo
estado de situación.2
La puesta de Marcelo Savignone deja en el
suspenso de un cotilleo inaudible todo diálogo trivial y centra su dirección en
la figura de Vania y el drama que lo lleva a un planteo sobre estética y ética
en el enfrentamiento con su mentor y profesor, Serebriakóv; además, profundiza
en la soledad del personaje, y sus carencias afectivas. Vania se rebela contra
las condiciones de servilismo y humillación que lo ponen por debajo de la
figura del profesor y esa lucha para lograr una identidad, hasta entonces
sumida en el anonimato, es central en la puesta de Un Vania. El pronombre que antecede al personaje universaliza la
problemática, “un” Vania iguala a todos los que no pueden expresar su voz, a
todos los que trabajan para dar luz a la voz de los otros. Las acciones se
desenvuelven en un espacio dividido en dos habitaciones de una casa de campo:
su sala – comedor donde transcurren la mayoría de las secuencias, y el
dormitorio de Elena y el profesor donde finalmente ocurre la acción que
producirá el desenlace. Ambos ámbitos unidos o separados por una puerta, que es
el paso obligado de la escena a la extraescena, de lo percibido y lo sugerido. En
ellas se desenvuelve con soltura el espíritu chejoviano, pero con la impronta
de un tempo alejado del realismo naturalista de una propuesta tradicional. Los
juegos coreográficos de los actores, el trabajo con el cuerpo de Savignone, su
gestualidad, la neutralidad del vestuario, la teatralidad que profundiza la
presencia del maniquí, el humor irónico exacerbado que trasciende toda la
pieza, acentuando la ironía del texto dramático, difieren para bien de puestas
anteriores que ante un clásico buscan producir una puesta casi arqueológica; sin
ser ésta una crítica descalificadora para quien elige ese camino, si el
producto resultante es de excelencia. La frescura que el trabajo corporal, en que
se basa la dirección, aporta a las palabras del autor, agregan un plus que consigue el goce del espectador. Savignone
tiene un reconocido lugar en el hacer teatral y en esta propuesta, en especial,
logra a través de los intersticios del texto: primero un texto segundo que se
distancia hasta los límites pero sin romper el núcleo de la historia: segundo:
un relato donde los seis personajes y los diferentes objetos parecen estar
movidos por un gran titiritero: las imágenes visuales y auditivas tienen un ritmo
sostenido, intrínseco, interno que necesariamente involucra a la platea. Así
cada espectador puede sentir la fluidez y la ensoñación que desde el espacio
lúdico se materializa como en un cuento infantil. Los distintos sistemas
significantes confluyen con precisión en el amplio espacio escénico donde
estallan las diferentes escenas. El humor, la creatividad y el profesionalismo
de todos los integrantes para deconstruir y volver a construir la otra cara de
estos personajes grises, deprimidos y encerrados en la atmósfera chejoviana. El
devenir mágico y constante tiene el ritmo de un carrusel: podemos observar
indiferentes o bien podemos disfrutar como niños del juego teatral, y aquellos
que decimos subirnos lo pasamos muy bien.
Lo Gatto, Ettore,
1972. La literatura rusa moderna. Buenos
Aires: Editorial Losada.
1 “Cuando en 1896 Chéjov concluyó Tío Vania, estaba todavía en el ambiente de La gaviota y probablemente si no se hubiera referido a la comedia que había ya preparado con el título El espíritu de los bosques, cuyos dos actos centrales ofrecía en la nueva obra, el conflicto dramático hubiera quedado más esfumado aún. En cuanto a la denominación, había llamado “escenas de vida provinciana” a la obra. Pero había denominado comedia a El espíritu de los bosques, de la que derivaba Tío Vania;(…)” (Lo Gatto, 421) La obra fue representada en el “Teatro de arte” el 26 de octubre de 1899 y tuvo un éxito aún mayor que La Gaviota. (422) Por Olga Knipper, esposa del autor y el propio Stanislavski.
2 “Chéjov mismo narró qué había sido su
infancia, su adolescencia y su primera juventud, en una página de 1889 que no
llamó autobiográfica pero que lo era, donde sugería a su amigo escritor Suvórin
un tema para un cuento: ‘Escribid el cuento de cómo un joven, hijo de un siervo
de la gleba, cantor de un coro en una iglesia, estudiante de gimnasia y
universitario, enseñado a respetar los grados, a besar la mano a los sacerdotes,
a someterse al pensamiento ajeno, a dar las gracias por cada trozo de pan,
muchas veces azotado, obligado a ir a la escuela sin chanclos, después de
tantos sufrimientos, elimina, gota por gota, al esclavo que hay en él mismo, y
un buen día siente que por sus venas ya no corre sangre de esclavo, sino sangre
verdadera, sangre humana’” (Lo Gatto, 406) Este espíritu que se rebela al
status quo es el que invade el corazón de Vania.
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