Patricia Zangaro
escribe la textualidad dramática de la obra en 1988, y era en ese momento la
primera de una larga lista de piezas teatrales que llevarían su nombre hasta la
fecha. “Antes había escrito algunos borradores y una pieza de teatro infantil.
Pero a partir de este texto, que concebí en el taller de Mauricio Kartun,
empecé a preguntarme seriamente si mi pasión por el teatro se orientaría hacia
la dramaturgia en lugar de la actuación”. En aquellos años, el campo cultural
teatral buscaba otros procedimientos de expresión que alejaran la escritura del
realismo – naturalismo que había conquistado el centro de la atención, sobre
todo luego de Teatro Abierto 81. La autora entonces a través de la parodia a
los mitos nacionales, como también Bartis – Audivert en Postales argentinas (1989)1, recurre
en una mezcla de homenaje al sainete inmoral y de crítica a las relaciones
familiares y a la amistad tan cara para el universo tanguero, y produce un
texto atravesado por una mirada de género, donde la mujer vuelve a revivir su
lugar de objeto de deseo, función que cumplía el personaje femenino en el
género chico. Con técnicas de actuación que provienen de la maquietta y
elementos de animalización de los personajes que recuerdan al grotesco criollo,
los actores con muy buenas actuaciones construyen de la mano de María José
Gabín sus personajes desde la exterioridad, y como marionetas trabajan un
cuerpo en desequilibrio que ofrece al espectador una presencia en algunos
tempos cargada de patetismo. La animalización que encarna Luis Campo, Pascual,
padre de Rosita, se mueve entre el Don
Chicho (1933) de Alberto Novión y el Saverio de El Organito (1925) de Armando y Enrique Discépolo, en sus rasgos de
inmoralidad y la tenacidad de sostener una situación que todos ven como
imposible; utilizando una máscara que esconde tras el recuerdo de Catalina, la
esposa muerta, sentimientos complejos de amor / odio hacia su hija. Rosita de
la mano de Laura Ortigoza, es la víctima necesaria para que ese padre
incestuoso reviva la figura de la madre ausente, de quien ella carga la culpa
de haberla sustituido al nacer. El amor imposible, entre ella y Virola, Marcos
Montes, se anticipa en su lectura de las novelas semanales, donde el melodrama
les prometía a las jóvenes amores sublimes. El tango y su sensualidad hacen su
presencia en escena, cuando como una muñeca la hija es “abrazada” por todos en
un juego perverso. Con un defecto que hace una caricatura su desplazamiento como parteneir de baile,
sus pasos transgreden una coreografía ideada por Camila Villamil, para poner en
abismo la debilidad y el desamparo del personaje. Rosita, deseada no tanto por
ella como por el recuerdo de la otra, la finada Catalina, a quien todos adoran
en la distancia de su ausencia, sólo se rebela de su destino de “suplente”
cuando acepta el amor de Virola, y cuando finalmente sentada al piano demuestra
que ella no sabe de una música que tampoco le gusta. Pero su rechazo es débil,
cuando la decisión es la huida. El personaje del “morocho”, Claudio Martínez
Bel, es un muy buen trabajo actoral, cuerpo, voz y gestualidad, de la parodia
del fracaso de aquellos que intentaban ser el vivo retrato, hasta en la
relación con la madre buena, del otro, del célebre, de aquel que cada día canta
mejor. El resto de los personajes, coro indispensable para circundar la tensión
dramática, tiene también un brillante desempeño, distribuidos por la dirección
entre las butacas de la primera fila de la platea, y en una actitud que sin
caja a la italiana permite a los personajes hacer mutis por el foro. La
espacialización entonces queda dividida en tres niveles diferentes: la
habitación de Rosita, con una ventana que abre la intriga a la extraescena,
arriba; el salón de baile, donde están las sillas y el piano, locus donde
transcurren la mayoría de las acciones y al mismo nivel pero rompiendo la
cuarta pared la platea, donde los personajes aguardan su momento, entran y
salen. El vestuario de Cecilia Zuvialde, quien también es responsable de la
escenografía, anacrónico para el tiempo del enunciado es funcional a la intriga
ya que en ese revival del lugar organizado por Pascual, todo debe recordar a
las veladas tangueras de cuarenta años atrás. Un párrafo aparte para la
escenografía, que desde su propuesta antinaturalista profundiza la propuesta
paródica del texto. La iluminación de Gonzalo Córdova, propone los climas y
consigue efectos de friso, sobre todo en la secuencia que la orquesta queda detenida,
suspendida por un instante. Querer detener el tiempo, obligar a la joven a
seguir con la música y los procedimientos de un universo otro, es el mensaje
subliminal de un texto que buscaba construir una textualidad diferente, aunque
apelara a una tradición de teatro popular en sus procedimientos teatralistas. El
arte se debe a su época, y los artistas en todas las disciplinas expresan una
realidad que les es propia, afirmación que desde su personaje hace Rascato,
César Bordón, quien fiel a los gustos de los jóvenes del hoy de la enunciación,
en su local, pasa rock y video clips y se niega a seguir en el juego macabro
ideado por ese amigo detenido en el tiempo. El personaje del hombre viejo, que
huele a podrido, porque se le pega el olor de las flores de los muertos, que
viene a divertirse y no encuentra cómo en un imaginario que no le gusta,
simboliza la muerte de ese universo artístico decadente donde a todos ya les ha
pasado su cuarto de hora. Patricia
Zangaro redobla la apuesta cuando propone que ante el deseo de “volver” la
respuesta es la ausencia de público, es decir, dejándole el juicio crítico, la
justicia poética del texto aquel que no siempre esta suficientemente
valorizado, el espectador. Es él con su inasistencia quien va a dar a los
sueños de Pascual la estocada final. Un texto que potencia la parodia como
procedimiento dramático, y dialoga con la relación entre el arte y el
espectador; mientras pone en abismo nuestra imposibilidad de superar un pasado
que sólo existe en lo mítico. Una puesta de lectura inteligente de María José Gabín, que logra la
exaltación del imaginario textual y consigue que los actores construyan con
pregnancia escénica sus personajes, transitando con sensibilidad el difícil
límite entre la risa y el llanto.
Hoy debuta la finada de Patricia Zangaro2. Elenco: Laura Ortigoza, Eduardo Bertoglio,
Luis Campos, Marcos Montes, Claudio Martínez Bel, Carlos Kaspar, Silvia Baylé,
César Bordón. Producción TNC: Daniela Szlak. Fotografía: Mauricio Cáceres.
Diseño gráfico: Verónica Duh. Asistencia de dirección: Mónica Quevedo. Artista
plástica: Alejandra Fenochio. Música: Federico Marrale. Coreografía: Camila
Villamil. Diseño de Iluminación: Gonzalo Córdova. Diseño de vestuario y
escenografía: Cecilia Zuvialde. Asistencia de vestuario y escenografía:
Agustina Filipini. Dirección musical: Federico Marrale. Dirección: María José
Gabin. Teatro Nacional Cervantes: Sala Orestes Caviglia.
1 María José Gabín en la exitosa puesta de Bartis /Audivert, dirigida por Alberto Ure, llevaba adelante el personaje de la madre de Héctor Girardi el poeta del tango. La puesta también desde la parodia y atravesada por géneros diversos desde el sainete hasta el narrativo de la ciencia ficción, desacralizaba la figura materna, de la madre buena y sacrificada, totalmente asexuada que proponía el imaginario tanguero.
2 Patricia Zangaro (Buenos Aires, 1958)
es dramaturga. Egresada de la Escuela Municipal de Arte Dramático, continuó más
tarde su formación con Osvaldo Dragún, Mauricio Kartun y José Sanchis
Sinisterra. Estrenó, entre otras obras : Hoy debuta la finada (1988),
Pascua rea (1991), Por un reino (1993), Auto
de fe... entre bambalinas (1996), Ultima luna (Nîmes,
Francia, 1998), Náuseas y Variaciones en blue (1999), A
propósito de la duda (2000), Las razones del bosque (2002).Como
dramaturgista, trabajó para el Teatro Municipal Gral. San Martín y el Teatro
Nacional Cervantes en las versiones de: Las visiones de Simone Machard de
Brecht (1997) y Shylock, El mercader de Venecia (1999), ambas con dirección de
Robert Sturua, La
Tempestad (dirección de Lluís Pasqual, 2000), Don Chicho de Alberto Novión (dirección de Leonor Manso, 2003),
etc Ha recibido los siguientes premios: Primer Premio Municipal (1986/88),
Leónidas Barletta (1991 y 1996), Trinidad Guevara (1996), Pepino el 88
(1995/96), entre otros.
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