Un dispositivo escénico de metal, casa – balsa,
que se va movilizando según las acciones, se cierra y se despliega en un juego
que acompaña además los claros y oscuros de la iluminación y donde los
personajes realizan un viaje que bien podríamos definir de iniciación. Una
historia de pérdida y encuentro, un niño que se pierde para reencontrarse luego
con su hermano a través de un relato encerrado en un libro que aún conserva una
página en blanco, la necesaria para llevar a cabo de nuevo la vida, una nueva
epifanía. Un lenguaje poético que narra desde la voz y el canto la historia,
mientras los personajes se desdoblan, juegan a ser otros, piezas movidas de un
ajedrez, o a suerte y verdad en un truco de primaria factura. La teatralidad es
forma y tema, y ante el doble discurso narrativo aparece el personaje que se
dirige al espectador para unir los cuadros que casi autónomamente se van
desplegando ante el público. Una perfomance que desde el vestuario, el clima y
la temática; un permanente interrogatorio metafísico sobre el sentido de la
vida y el teatro, reproduce la impronta de una poética expresionista que
presenta al principio una vorágine confusa que luego se va mostrando como quien
desenvuelve una espiral desde el centro hacia los márgenes; repitiendo algunas
veces en el recorrido igual pero diferente aquello que se quiere dejar grabado
en los otros. La música en escena enriquece el cuadro dramático, y las
actuaciones con sus coreografías van delineando hacia el final el perfil de los
personajes, que en un primer momento cuesta develar. La figura del
dramaturgista que se ha hecho casi tradición en el campo teatral en los últimos
quince años, produce por un lado una integridad de los signos y sus
significantes que resuelven de forma unívoca una semántica que aunque a veces
no aparezca clara al espectador tiene una línea de sentido. Sin embargo, la
suma de las funciones en una sola figura corre el riesgo muchas veces de
producir una cinta de moebius en donde el público no consigue ingresar del
todo. Es lo que sucede al principio de la puesta, que Metral subsana con el
personaje narrador que va, consulta previa a la platea, uniendo los lazos con
su discurso, y que sin él las acciones se presentan como una narración
deshilachada. Es justo aclarar, que luego en el correr de la intriga nos vamos
incorporando al relato con disfrute, tanto del movimiento de los cuerpos como de
las voces y su poesía, de la construcción de ese mundo sobrenatural, pura
creación humana. El público mantenía por momentos una relación cómplice con los
artistas, que llevaban adelante con precisión el cruce de las distintas
disciplinas que componen el género. Una propuesta interesante, tal vez con
demasiados signos a decodificar.
El hijo del fin del mundo libro, música y dirección: Lautaro Metral. Elenco: Renzo Morelli, Lionel Arostegui, Marta Mediavilla y Leandro Bassano. Músicos: David Sosa, Andrea Sosa, Florencia Vázquez. Coreografías: Fernanda Provenzano. Dirección musical y arreglos: David Sosa. Asistente de dirección: Lionel Arostegui. Escenografía: María Eugenia Brandulo. Asistente de escenografía: Lucila Rojo. Stage Manger: Lucila Rojo. Diseño de luces: Yamil Chapa. Diseño de sonido: Iván Mazzieri. Fotografía y diseño gráfico: fuentes2fernandez. Prensa: Circular Prensa. Producción ejecutiva: Maxi Banfield. Teatro: El Vitral.
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