La textualidad de
Amestoy en El nido de hierro, es un
alegato contra la guerra, la primera gran conflagración mundial, donde están
ubicadas las acciones y contra todo posible enfrentamiento entre los hombres.
Lo absurdo de un mundo detenido por el horror y la muerte, la brutalidad y la
falta de racionalidad de los hechos, el abismo que se abre ante la mirada
desconcertada de la vida común que no atina a ser ella misma atravesada por la
desesperación, son algunos de las circunstancias a los que la puesta dirigida
por Emilio Urdapilleta enfrenta al espectador entre el horror y el humor. Del
orden de una armonización tradicional, que si bien produce movilidad en sus
personajes, sobre todo los femeninos, la pieza transcurre con un punto de vista
que pasa por el valor perlocutorio de la palabra, creyendo firmemente que la
verdad revelada de la sinrazón, podrá detener en el presente o en un futuro no
muy lejano cualquier atisbo de contienda. Los seis personajes femeninos
sobreviven entre los bombardeos que se escuchan a lo lejos pero que se acercan
peligrosamente deteriorando no sólo el espacio sino su posibilidad de vida. El
espectador al ingresar a la sala siente la opresión de esa percusión
inconfundible que son la descarga de una batería, o el tronar de los cañones.
Música atonal que lo ubica en tiempo y espacio y va creando un clima de
incomodidad partícipe. Sin embargo, las seis mujeres intentan continuar con la
cotidianidad de su trabajo con normalidad, sólo interrumpida por sus propios
comentarios que inestabilizan ese mundo construido. Las instancias se rompen
con la llegada de los personajes masculinos, los cuatro soldados que traen
consigo una carga que va más allá de cualquier sorpresa posible; y entonces la
trama debería cambiar de sentido. El cuerpo del soldado muerto, víctima y
victimario de su tiempo, es la evidencia más efectiva para romper con el
encantamiento de sostener el mundo cerrado del taller de costura. Pero su posible
efectividad no se sostiene porque no logran la intensidad necesaria, quizá
porque el desarrollo dramático pareciera tener un quiebre o fisura a partir de
la llegada de los soldados, quienes irrumpen en el mundo femenino construido
hasta ese momento y dilatando el relato. La utilización del amplio espacio
escénico permite el desplazamiento de los personajes, en primer lugar, a partir
de una delimitación casi circular, tal vez para proteger a estas jóvenes
mujeres del espacio virtual representado: la jornada laboral y el intento de
sobrevivir a pesar de todo. Pero luego, con la presencia masculina, ese mismo
espacio lúdico se expande y es utilizado con numerosas entradas y salidas, el
exterior invade más allá de lo previsible: las armas y los gritos construyen la
temida “trinchera” puertas a dentro. Nada queda de la suavidad de las telas
mientras el universo femenino de deshilacha; las buenas actuaciones con algunos
altibajos construyen un momento de ese clima amenazante que se vivió durante la Gran Guerra, la que
fue de 1914 a
1918, y puso a la “ciencia”, el Dios positivista de la época, no a favor de la
grandeza de la raza humana, sino en la constructora de las herramientas para su
destrucción, provocando de esta manera la gran desazón e incertidumbre que aún
hoy nos comprime.
El nido de hierro de Ariel
Amestoy. Elenco: Verónica Amezola, Natalia Arandiga, Lucas Bacchia, Natalia
Cavallaro, Matías Horacio Giménez, Juliana Guerín, Marisu Papaleo, Jerónimo
Reig, Sebastián Stanicio, Sabrina Tomasín. Diseño y realización de escenografía
y vestuario: Victoria Hirschmann. Diseño gráfico: Juan Martín Viale. Producción
ejecutiva y asistencia general: Martín Savi, Tomás Reyes Anderson, Valeria Curci. Producción
general: Neqktarea producciones. Dirección y puesta en escena: Emilio
Urdapilleta. Teatro IFT.
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