En una sala de
cámara, la del teatro El Piccolino, la música que nos lleva a los años 70 nos
recibe para ser testigos de un encuentro entre dos mujeres, dos mundos, dos
concepciones diferentes de la vida, que se enfrentan por un único objetivo, el
silencio. Un hombre, esposo de una, cliente de otra, ni siquiera es el objeto
de deseo a disputarse, porque todo va más allá del amor o los celos; tras las
relaciones humanas el autor pone a suerte y verdad, el futuro de los tres
personajes involucrados en la historia; en una historia íntima que, sin
embargo, es potencialmente el desencadenante de sucesos públicos indeseados.
Tras la superficie de la trama, se esconden otros elementos que se relacionan
con el plano de la ética, la verdad, el prejuicio, el deseo y el conflicto de
clases. El texto dramático responde a un momento de la escritura en el campo
teatral, cuando aquello que se quería decir de un contexto difícil, el de la
dictadura cívico-militar, necesitaba la metáfora para expresarse. La crítica al
manejo del poder, desde todas las instancias, se lee entrelíneas en los
diálogos de las dos mujeres que buscan construirse una vida entre los
escombros. El sexo, como herramienta para sobrevivir en una sociedad, aquella
que no le ofrecía todavía a la mujer demasiadas posibilidades, que veía su
ingreso a lo público como un peligro latente, y que la refugiaba como una pieza
de porcelana pronta a romperse entre el escenario de lo íntimo, le cabe tanto a
una como a otra de las antiheroínas con las que trabaja el autor, la diferencia:
la exclusividad y un sacramento legalizado que otorga a los ojos del mundo su
cuota de privilegios. Porque si hay un gran ausente en la trama de la pieza,
ese es el amor, a quien sólo una vez se lo menciona, y para dar cuenta de que
no entra en el inventario de ninguna de las dos. Denuncia de un mundo, el
burgués de clase media, corrupto y falso, enmascarado en la religión y en el
poder político, mundo que desde el fondo de su época podríamos trasladarlo al
presente en algunos de los numerosos pliegues que la sociedad nos ofrece,
salvando la distancia y el contexto. La puesta que dirige Sergio Pavlovic,
sobre la obra Paraíso de Ana y Mercedes, respeta el texto y el clima que el autor buscaba
ofrecer a través del duelo de las dos mujeres, en esta ocasión vivas en los
cuerpos de Lili Popovich y Danu Flores, y propone un juego de energías que no
siempre se juegan al mismo nivel. La escenografía y el vestuario nos anclan en
un tiempo preciso: la cama redonda, varios almohadones testigos mudos de noches
de confesión, una foto orgullosa de ocultar lo que todos saben, mientras ambos
personaje parece tener su lugar a cada lado de la misma, como si fuera un cuadrilátero
de boxeo. Dos mundos que no son opuestos sino que son productos de una sociedad
patriarcal y construida sobre la mentira que colocó y coloca, a lo largo de la
historia, a las mujeres en el lugar de simple objetos. A partir del discurso
verbal las dos protagonistas construye el estatuto del personaje ausente,
Roberto, o bien un hombre más o bien el poder de turno. Es interesante como las
dos actrices con profesionalismo ponen en escena una corporalidad femenina,
como las dos caras de la misma moneda. A partir de su gestualidad y de sus
tonos -por un lado, seductora y provocativa y, por otro, distante y rígida- sostienen
el ritmo interno de la obra desde el inicio para sorprender al espectador en la
escena final. Quizá entendiendo que el cuerpo femenino es el principal significante
de la situación dramática, la cual no se desarrolla en el recinto doméstico o
en el de las apariencias, sino el recinto intimo del engaño donde incluso alguna
forma de poder se filtra más allá de las sábanas.
Paraísos artificiales de José María
Paolantonio. Elenco: Lili Popovich y Danu Flores. Escenografía: Sergio
Pavlovic. Vestuario: Grace Pereyra. Diseño y operador de iluminación: Gonzalo
Calcagno. Operador de sonido: Iván Ferrigno. Realizador escenográfico: Eduardo
Vaccaro, ProgettoLegno. Asistentes de dirección: Juan Pablo Cappellotti y Marco
Ciocca. Dirección: Sergio Pavlovic. Gráfica y foto: Nina Blanchet &
Nicoleta Uruz. Teatro El Piccolino