Natalia Marcet junto a Ana Woolf llevan adelante una puesta, -una única
función que además contó con la presencia de especialistas para el posterior
debate con el público-, que cumple un camino en dos direcciones: en la línea de
estatización de un problema social, ya que lo es ocurre en la sociedad y porque
la sociedad lo genera; y luego demostrar como se puede ayudar desde lo estético
a una ruta de sanación. El despliegue escénico se inicia con un enorme vestido
que asemeja a una gran torta de merengue y flores de mazapán, pendiendo de unos
hilos: vestido/ marioneta, igual a cuerpo manejado, sujeto a la adicción. De él
se genera el nacimiento de la actriz /persona / personaje, como bebé, niña,
adolescente hasta transformarse en esa mujer conflictuada por la imagen
distorsionada de su propio cuerpo. Si bien el problema es individual, cada
paciente tiene su propia manera de expresarse sintomáticamente y hace de forma
particular su recorrido por el horror de tratar de invisibilizarse; las causas
no sólo hay que buscarlas en el entorno familiar, y la respuesta que dan a la
problemática del desorden alimentario sino por el contrario no dejar de tener presente
el contexto donde se desarrolla, porque la sociedad de consumo y sus
estereotipos estéticos están absolutamente ligadas a la enfermedad.
Anfetaminas, el té milagroso, dietas insostenibles en el tiempo, restricciones
de comida y de frecuencia del hábito de comer que lleva inevitablemente a la
compulsión desenfrenada, son el producto de la internalización de la mirada del
otro sobre nuestro cuerpo, al mirarnos con los ojos de los demás nos vemos sólo
en ese exterior que quiere cumplir el mandato de ser delgadas hasta lo
imposible, para sentirnos bellas y deseadas. El colapso de la mujer real en
estos últimos años, hace consciente a teatristas y cineastas de que algo hay
que hacer para niños y adolescentes, mujeres pero también hombres, que se ven a sí mismos solamente atravesados
por un discurso discriminatorio y feroz que los obliga a no tener más
pensamiento, ni encontrar otro sentido en sus vidas que lograr el cuerpo
perfecto. A esta encrucijada que el consumismo nos lleva, llegamos tanto del
lado del pecado como de la sanación. Porque para mal de todos es un negocio
fabuloso; y un mecanismo de control de las conciencias que ha dado y sigue
dando junto a otras adicciones los mejores resultados. La cosificación de la
persona se establece ya no sólo con un registro sobre su ideología, sino que se
hace praxis con el dominio que se logra sobre su voluntad. Si el Manual de la
buena esposa era la norma en el siglo XIX y principios del XX, donde el “deber
ser” nos decía como actuar supeditadas al mandato patriarcal, desde una lectura
de género, la estética del cuerpo es una nueva y eficaz forma de llevar
adelante el ejercicio de sometimiento: ayer y hoy a un sistema que aún
discrimina y víctimiza desde la violencia física a la mujer, pero también que
sutilmente a encontrada en lo estético un arma poderosa. Natalia Marcet logra
en escena a través del registro de su voz y de su corporalidad dar cuenta de
ese cuerpo que es a la vez signo y estigma. Es interesante como el despojado
dispositivo escénico da cuenta de los conceptos de colapso, encrucijada y
cosificación, pues debajo del descomunal vestido se encuentra el límite
interno: una caja o quizá una jaula. El “hambre buey” y todos los “no” a partir
de la mirada de los otros y, en especial, de la propia mirada van produciendo una
cierta animalización en el personaje. A partir de la historia íntima y del
doloroso tránsito la situación dramática nos involucra de un modo u otro, ya
que pertenecemos, inevitablemente, a la sociedad de consumo y estamos
atravesados por las mil formas de la dependencia, en particular, en el
sometimiento a la imagen corporal construida mediáticamente. Un círculo vicioso
o un espiral, como el que dibuja en un
momento en el piso, de una fuerza centrípeta muy difícil de controlar mientras canta
el estribillo incompleto de Qué será, qué será, qué
será / Qué será de mi vida, qué será. Natalia va construyendo
un cuerpo femenino que lucha entre el acto creador y su propia realidad. Este
límite es borroso e incompleto y fue un camino difícil, en primer lugar, para
la actriz y, en segundo, para su directora. La propuesta escénica construye un
entramado entre la palabra y el cuerpo, siguiendo a Elina Matoso:
Este tramado se constituye en la imagen corporal, es
decir que el cuerpo que encaramos es aquel que constituye la subjetividad que
lleva la piel de la propia historia, que guarda en cofres vulnerables o
herméticos las marcas vividas. Es el cuerpo que atesora secretos, miedos y
misterios, que goza y se deshace en un abrazo. Es la corporeidad bordada por
los otros y en nosotros desde el aliento que nos dio vida. Es un cuerpo
escrito. (2006: 220)
El unipersonal Gordas
busca el distanciamiento del espectador y, a su vez, pone en cuestionamiento un
tema que hemos naturalizado e invisibilizado sus feroces consecuencias. Una
historia de vida, lamentablemente como muchas otras, que logró romper la auto
discriminación y el auto encierro dejando su centímetro de modista en desuso
para siempre.
Gordas de
Natalia Marcet con dramaturgia y dirección de Ana Woolf. Intérprete: Natalia
Marcet. Música original, arreglos y adaptación: Juan Suardi. Diseño y
realización de vestuario: Marianela Di Santo, Alejandro Di Santo, Cecilia
Nadaszkiewicz. Diseño escenográfico: Marcet – Woolf. Realización escenográfica:
Atelier Privado. Prensa: Marisol Cambre. Andamio 90.
http://www.nataliamarcet.com.ar/gordas.html
Matoso, Elina, 2006. “Zurcido invisible”, en El cuerpo In-cierto.
Arte / Cultura / Sociedad. Buenos Aires: Letra Viva: 213-233.
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