La puesta de Alejo Sambán recorta el espacio escénico y coloca en
asimetría la figura de la madre sentada en un sillón / trono donde dirige las
acciones de su contrafigura, el hijo, a través de la memoria fragmentada en las
fotos y en el recuerdo entre el cinismo y la nostalgia del padre. Allí, en ese
locus cerrado, amenazada por un afuera que se modifica a pesar suyo, se
desarrollan las acciones en la extraescena, donde el hijo narra hacia un
público heterogéneo otro discurso donde el relato difiere y se contrapone al de
la figura femenina. Los personajes de El
Invernadero cumplen con los procedimientos del absurdo en su mecánica de
repetición sobre los hechos, de metateatralidad, de conformar un triángulo
donde el vértice es aquél que une a los otros dos en una red de conflictos. La
escenografía distribuye en paneles un
piso de tierra que los personajes recorren como si fuera un tablero de ajedrez
donde las piezas tienen movimientos prefijados que realizan en un tempo casi
detenido. Los souveniers que la madre recoge y ofrece son la doble naturaleza
construida desde la memoria de esa tierra seca que no ofrece frutos a futuro.
Metáfora de la aridez de una vida consagrada a resguardarse de sí misma y de
los recuerdos. Al inicio, un leve aroma (tal vez de algún incienso) nos pone en
contacto con el ritual y el dispositivo escénico al centrar la cuadrícula y al
envolver dicho centro con blancas paredes crea ese espacio-tiempo suspendido. Pocos
elementos, además del sillón - el bastón y algunos pequeños objetos propiedad
de la madre sobre el piso de tierra. ¿Por qué tierra? Quizá tierra como
elemento primordial de naturaleza pasiva pero también por su doble principio:
por un lado, su espontánea fecundidad y, por otro, el eterno retorno pues todo
vuelve a la tierra. En las intersecciones de las líneas rectas parecen surgir
los fantasmas de cada personaje, la relación entre ellos y con el espacio
produce asfixia, un límite inevitable. Mientras, en el espacio virtual, el
invernadero parece ser el único sitio donde algo sucede con cierta linealidad a
partir de las intervenciones del personaje hijo / narrador. Con este recorte
perfecto los personajes quedan encerrados por los límites físicos y también por
los internos. La madre, demasiado joven, es el artífice de semejante estructura
y nunca abandona el espacio lúdico cerrado, por ser ella el núcleo duro de la
historia. Personaje atemporal que aporta cierto humor irónico, necesario para
una situación dramática que se podría tener un ritmo estable pero, en realidad,
es un recorrido que nos lleva por las perturbaciones del relato en un espacio íntimo
enrarecido por años de incomunicación. La fragmentación de los diálogos, el
susurro de la madre mientras la voz del hijo quiere dar cuenta del sentido de
su vida vacía, y la aparición de la imagen paterna en los pocos momentos
compartidos, son llevados adelante por los actores con justeza y una muy buena
construcción de sus almas conflictuadas; donde la debilidad tiene dos
expresiones antagónicas, la búsqueda de la aceptación y el desprecio; caras de
la misma moneda: la soledad. La
escritura de Cano produce en el absurdo como género una nueva mirada, y
construye a partir de otros procedimientos una forma, una manera de expresar
que ya constituye un estilo; - la necesidad de romper con la coherencia interna
del género e interpelar al espectador – por ejemplo; o una estructura en
cuadros como capítulos de una novela y la definición de lo teatral como “comedia”.
El invernadero de Luis Cano. Elenco:
Analía Sánchez, Enrique Dumont y Federico Marrale. Dirección de arte: Constanza
Balsategui. Producción: Karina Sotelo. Dirección: Alejo Sambán. Prensa:
Carolina Alfonso. Teatro No Avestruz.
https://www.facebook.com/noavestruz
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