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en la 39ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires
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en la 39ª Feria Internacional del Libro de Buenos Aires
Stand 917 | Pabellón Verde | Eudeba
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Dónde está, cuál es la realidad, la
de la vida o la de la escena. ¿No es la vida una continua representación y el
espacio escénico el lugar donde pueden surgir mil verdades sin prejuicios ni tapujos?
Lo que aquí encontramos, ¡Eureka!. ¿No
se parece mucho a la realidad o al menos, a
lo que a veces hacemos queriéndolo o no? Y qué es lo que descubrimos
nosotros, los espectadores: un espacio extraño y que por ser extraño y absurdo,
nos resulta tan familiar.
Un cuerpo en escena
narra y se narra a sí mismo; el actor entra y sale de su personaje para dar
cuenta de una historia que se presenta atravesada por nuestro pasado y nuestro
presente y por la metáfora y la poesía que nos ponga en condición hacia el futuro,
futuro representado por Carmela que duerme, sueña o llora, desde su pequeño
mundo que cabe en un cochecito, para exigirnos a todos que cuidemos del espacio
y el tiempo que le pertenecen, y que necesariamente va a ser el resultado de
nuestras acciones de hoy. El actor Manuel Santos Iñurrieta1
lleva adelante con excelencia su monólogo, interpelando a su público, único en
esa noche única, utilizando procedimientos que recuerdan a los desarrollados
por el actor popular argentino, al personaje narrador brechtiano, a los grandes
cómicos del cine mundial. De esa mixtura, surge el mismo, distinto a todos
ellos, pero haciendo gala de conocerlos y haber logrado captar lo esencial de
una técnica relacionada con la palabra, la gestualidad, y el uso en desequilibrio
de un cuerpo / instrumento que emite sonidos que no son sólo audibles cuando
salen de su garganta. Cuerpo que establece desde el movimiento, desde las
acciones, su propia melodía, que acompaña y resemantiza la fuerza imperiosa de
la palabra. Desde una pantalla leemos en espejo, lo que el personaje escribe
desde una pequeña máquina, mientras Carmela duerme y el vela su sueño. Monólogo
político, de larga tradición en el sistema teatral argentino, dividido en dos
partes, donde vemos impresas en la pantalla de fondo, las palabras que forman
parte del entramado narrativo, donde nada es dicho al azar. Como nexo entre la
primera y segunda parte, el cuento, el cuentito para que Carmela concilie el
sueño y sueñe con un futuro de posibilidades: viajar a la luna desde el punto
distante de la imaginación. La imaginación no sólo como constructora de relatos
tranquilizadores sino como herramienta para producir una realidad, menos densa,
menos dolorosa, pero tan real como la que surge del constructo histórico.
Animarse a soñar, es animarse a crear otro mundo posible, parece decirle el
personaje a Carmela; y el arte tiene la obligación de dejar ese legado a todos.
El cuerpo del actor, pantalones rojos, remera rayada, saco negro y bombín, y un
maquillaje que destaca la mirada, se mueve, pide, cuenta y reza los principios
de una religión propia; una letanía donde todos tenemos uno o dos versos
propios. Donde desde alguna de esas palabras como pedradas, sin pensarlo,
estamos también. Luces de bombilla, que recortan el espacio y remiten a las
luces de los camarines, porque eso es lo que vemos, el momento de seudo
descanso del actor donde debe cuidar niños para reunir lo suficiente, y que
mientras tanto juega y construye con palabras el discurso emotivo dirigido al
espectador y a Carmela. El Bachín teatro es un grupo que ya lleva doce años de
trabajo en conjunto desarrollando los procedimientos del teatro épico; como
ellos mismos afirmaban en una entrevista con motivo del estreno de La Comedia mecánica:
¿Cuál es el
concepto de cultura que encierra nuestra historia particular de país? ¿Cuál es
el concepto que se maneja en la
Ciudad de Buenos Aires, tantas veces confundida con la
identidad y la idiosincrasia de toda la nación? ¿Cómo se tejen los conflictos
entre la relación del arte con el Estado, en estos últimos años, dónde todo
parece más heterogéneo, menos claro, atravesado por intereses, deseos y sueños
incumplidos, heroicidades y bajezas? ¿Qué son los artistas, y que hace la
diferencia entre un arte de élite y un arte popular? ¿Quién le pone el cascabel
al gato ante tanta interrogación y duda? Una mirada sobre todas ellas es la que
ofrece Alberto Ajaka en ¡Llegó la música!,
y decimos mirada y no respuesta porque la puesta se ofrece como un fresco
de situaciones harto conocidas, sobre situaciones y personajes sin nombrar, con
una gran dosis de humor e ironía, pero dejándole al espectador la sana tarea de
sacar sus propias conclusiones. Una puesta que utiliza el espacio de la escena
y la extraescena con precisión, extrayendo de los dos el máximo de sus
posibilidades, permitiendo a los actores desplegar la composición de sus
personajes sin obstáculos, con la posibilidad de permitir al espectador el
juego de lo supuesto, dejando los huecos necesarios que horaden el texto, que
si bien sigue un orden cronológico, con algunas elipsis de tiempo, respira
situaciones inacabadas que facilitan el juego teatral. Once actores, once personajes
que nos ofrecen un momento de sus vidas, donde el sueño común de llegar a
Europa a tocar con la orquesta y salir del anonimato de tocar en el teatro del
país /provincia del mundo, es la zanahoria del burro que los mantiene unidos
hasta el final. Entre ellos, el famoso, el que ya logró lo que ansían, y al que
miran con necesidad y recelo, una trémula historia de amor, un director que
está de vuelta de todo, una traición y un representante de la ley que nos
muestra sus aristas más oscuras pero para nadie desconocidas. Como en el
grotesco criollo, nos reímos de unas desgracias que se nos parecen pero de las
que creemos estar a salvo, y que luego
nos hacen reflexionar sobre nuestra propia manera de ver las cosas, y sobre
nuestro propio patetismo. Nuestro indestructible complejo de inferioridad, por
estar en el culo del mundo y necesitar mirarnos el ombligo desde los ojos de
los demás. Pero ser capaces de ver nuestras miserias más humanas, es un camino
que nos puede acercar a la solución. Sin embargo, los procedimientos son otros:
los personajes tipificados, la música en escena, la coreografía y el coro, el
ingrediente político, nos enfrenta con un autor resemantizado pero que nunca
deja de tener vigencia a la hora de la denuncia, Bertold Brecht. Divida en dos
actos algo largos, Ajaka nos pone en acto una discusión entre arte popular y
arte culto, que divide las aguas desde siempre, y que nos encuentra “en el
mismo barro, todos manoseaos”. A pesar de lo reducido del espacio escénico, ¡Llegó la música! logra poner en escena con intensidad y acumulación de imágenes
visuales y auditiva al hecho teatral en un todo coherente y sin fisuras. Con
profesionalismo el grupo de actores va tejiendo el tramado social y artístico;
estos dos niveles se superponen constantemente atrapando al espectador y
provocando su risa espontánea, por esta superposición tanto del discurso verbal
como el gestual el público no se siente abrumado. Por el contrario, a partir
del humor incesante tenemos el tiempo necesario para empezar reflexionar sobre
las múltiples aristas que proponen. Es importante, también, destacar como
dispositivo lumínico y escénico crean la atmósfera necesaria en distintos
momentos, especialmente, cuando los jóvenes músicos ensayan – sin instrumentos -
y en cada uno de ellos vibra la música a través de su gestualidad, de su
respiración, poniendo mente y cuerpo en el compromiso del acto creador (bien
podría ser otro el soporte material para escena). Multiplicidad e inestabilidad
de un discurso que nos involucra necesariamente, un ritmo que quizá intenta provocar saturación para destruir la
idea de cierta armonía, y un elenco comprometido desde el texto teatral con
nuestra realidad política-social. Al finalizar nos retiramos con el fragmento
de una partitura porque llegó la música para quedarse.