Azucena Ester Joffe, María de los Ángeles Sanz
Un libro sobre
historia del teatro -en este caso sobre una década en particular- es siempre un
acontecimiento auspicioso, es por eso que nos abocamos con entusiasmo a la
lectura de esta edición. Sin embargo, entendemos que en la construcción de este
relato -toda historia finalmente lo es- hay algunas contradicciones que no
aparecen del todo resueltas. El período analizado por la investigadora Carolina
González Velasco presenta dentro del campo cultural teatral una dicotomía entre
la mirada de la crítica especializada y la percepción del público en general,
en referencia al circuito profesional del género chico, como así a todo género
que estuviera atravesado por la variable popular: zarzuela, revista criolla y
luego porteña, varieté, pochades, etc. Aunque el público en la década del
veinte tenía una presencia mayoritaria
en las salas teatrales, los empresarios ya se quejaban por la disminución del
mismo, a partir del afianzamiento del cine en el campo del ocio y el
crecimiento de salas dedicadas a la proyección de filmes que de esta manera
dejaba de ser una novedad y comenzaba a convertirse en una salida cada vez más
frecuente e interesante. Esa es la temática que Velasco aborda en el capítulo:
“El negocio de los espectadores teatrales: empresarios y consumidores, frente a
frente” La cinematografía había comenzado tímidamente a fines del siglo XIX y
en los veinte con dispar suerte para la industria nacional era una realidad en
las salas de la calle Corrientes y en otras de barrios aledaños. Por lo tanto,
la década del ‘20 está marcada por los primeros intentos sonoros hasta el
estreno de Tango y Los tres berretines (1933), considerados
el primer paso de la industria nacional. Aunque en Mosaico criollo (alrededor de 1930) se había logrado imprimir voces
y canciones en un intento de adicionar el sonido posterior a la imagen; con
anterioridad, La divina comedia
(1929) fue el primer largometraje norteamericano que presentó a los argentinos
el sonido desde la pantalla. (España, 1978:15). En ese contexto, Manuel Romero
no fue “dramaturgo” como señala González Velasco, ya que ese término fue
construido posteriormente, sino “uno de los realizadores que le dio forma al
primer cine argentino industrial […] Periodista, letrista de tango, revistero,
autor de sainetes y viajero de la noche porteña…” (Manetti, 2000:80).
Ese público de la década del ‘20 que comienza a dispersar su atención, todavía festejaba y acompañaba los estrenos de un género de entretenimiento que les hablaba en su mismo idioma. Sin embargo, la crítica no medía ni mide cantidad de espectadores, ya que esa información puede ser muy interesante para el historiador o el sociólogo pero no para el crítico que antepone calidad a cantidad, propuesta estética y polémica de poéticas a borderaux, sobre todo porque en la época a la que se refiere el texto los críticos e investigadores de teatro, estaban empeñados en la modernización del mismo, asimilando la producción a la del teatro profesional culto europeo. Por eso expresaban su desazón ante lo que denominaban “la decadencia del teatro en la década del veinte”; leer hoy la etapa desde la variable “asistencia” es reducir el análisis a un solo punto de vista, el empresarial, que sí, estaba como hoy atento al número de butacas vendidas, al número de piezas estrenadas, o a la cantidad de salas y teatros inaugurados pero que no respondía al “ideal” de teatro nacional al que aspiraba la élite del reciente campo intelectual teatral. Desde la década del diez en adelante comenzaron los estudios y las historias de teatro que intentaban establecer un paradigma de importancia a través de un canon cuyo origen algunos –como es el caso de Mariano Bosch- llevaban a los comienzos, allá por la inauguración de La Ranchería y otros -como Vicente Rossi- veían en la singularidad de un género como la gauchesca, con el estreno de Juan Moreira en 1884 por la compañía de circo Scotti /Podestá.
Desde ese momento inicial hasta hoy, las investigaciones y estudios sobre la temática teatral se han desarrollado desde la mirada muchas veces impresionista de los críticos, y por la más aguda de los historiadores del género, abarcando extensos períodos, como la Historia del Teatro Argentino I y II de Beatriz Seibel o la del Dr. Osvaldo Pellettieri, Historia del Teatro Argentino en Buenos Aires, I /V con dos líneas teóricas diferenciadas, o la siempre consultada historia de Luis Ordaz. Mientras otras abordaron, como en este caso, un objeto de estudio que cruza un corte sincrónico y la diacronía histórica, como La historia del teatro en Buenos Aires en la época de Rosas de Raúl H. Castagnino. Todos ellos buscaron establecer parámetros de calidad, en actuación, escenografía, dramaturgia, dirección, analizaron la impronta del público aunque tal vez en algunos con menor asiduidad, sin olvidar el contexto político /social que permitía y exigían las expresiones teatrales.
A lo largo de los capítulos, del “Breve epílogo” y de las “Conclusiones” la autora realiza una minuciosa descripción sobre las dos primeras décadas del siglo XX, cuando la ciudad de Buenos Aires era una verdadera metrópolis cultural y un escenario inalienable de la experiencia de la modernidad. Por un lado, la diversidad y la heterogeneidad, dada por la masa de inmigrantes y movimientos internos, contribuyeron a formar una multitud de extraños, ese otro en que el teatro depositaba la mirada crítica de la sociedad sobre sí misma. Otro factor importante fueron los medios de producción cultural: aquellos espacios desde donde, por un lado, se construyó la tradición artística y, por otro, se produjo la emergencia de propuestas alternativas. En esa vorágine, producto de la modernización, se constituye el campo intelectual teatral porteño. Ante una problemática tan difícil de abordar, la lectura del presente trabajo resulta algo ingenua y no logra construir una nueva hipótesis, aunque el objetivo de González Velasco es apartarse de las historias de teatro previas:
Los trabajos sobre historia del teatro han aportado
sugerentes análisis acerca de diversas problemáticas en este ámbito […]. No obstante,
la mayoría plantea, de forma más o menos explicita, un claro interés por
construir una historia canónica del teatro nacional. (14)
Por otro lado,
resulta confuso el concepto de “carrera abierta” que la autora emplea en el
capítulo “Identidades, conflictos gremiales y experiencias políticas en el
mundo del teatro”:
Pese a los reclamos y denuncias de los actores, la
vida artística se presentaba para muchos como esa “carrera abierta”, a la cual
había que empujar a veces con un poco de suerte. (120)
Pues según González
Velazco, durante la presentación de su libro en el marco del Seminario Medios,
Historia y Sociedad, en el 2012,
ha utilizado la idea de “carrera abierta al talento” de Eric
Hobsbawm. Pero, esto es así, si tenemos en cuenta que la noción propuesta por
el historiador está relacionada con el hecho de que para él el siglo XIX fue un
producto de la doble revolución -la Revolución Francesa
y la Revolución
Industrial- y que conllevó una nueva imagen de hombre. Por lo
tanto, la “meritocracia” era la única posibilidad de modificar la posición social,
ya no determinada por sangre, estatus, compra de cargos u otras formas. Las
vías abiertas para el ascenso social con las que contaban estos nuevos
individuos eran, básicamente, cuatro: “negocios, estudios universitarios (que a
su vez llevaban a las tres metas de la administración pública, la política y
las profesiones liberales), arte y milicia. (Hobsbawm: 1947: 338). Entonces, si
nos ubicamos en la segunda década del siglo XX, donde la motivación del
incipiente campo teatral porteño no era, precisamente, el ascenso social sino
que fueron otras las variables y entre ellas ganar dinero, es decir, el teatro como medio de vida, de ahí el afán de
sindicalización de la profesión; el término “carrera abierta”, en esta
coyuntura, nos parece poco productivo porque nos ancla, necesariamente, en el
siglo anterior.
Dentro del conjunto del trabajo cabe destacar este capítulo como el que realiza el aporte más interesante de un tema complejo como el sindical que no ha sido todavía suficientemente investigado. Un recorrido que comienza con la huelga de Actores (1919) y nos sumerge en la formación de la Federación de Gente de Teatro (1921):
Luego de computar los casi 180000 votos emitidos
durante el comicio del 21 de noviembre de 1926, los diarios comenzaron a hablar
del batacazo del Gente de Teatro. El partido de los artistas teatrales había
obtenido 9500 votos aproximadamente y, si bien quedó detrás de los socialistas,
los radicales personalistas y los antipersonalistas, lo conseguido alcanzó para
que su primer candidato, Florencio Parravicini, pudiera ingresar al Honorable
Consejo Deliberante (HCD) como edil. El gran capocómico estuvo en ese cargo
hasta 1930. (144)
Nombre que le da el
título al libro y que hace un recorrido de los avatares que debieron sortear
los actores en el medio de la voluntad propia, los intereses mancomunados de
empresarios y dramaturgos, y la fidelidad o traición de sus propios compañeros
de elenco; ya que no todos fueron solidarios con las urgencias del gremio; esas
disímiles actitudes resaltan los nombres de aquellos que si comprendieron la
causa de todos, y a pesar de no estar en una situación desfavorable unieron su
voz a la mayoría; Florencio Parravicini que llegó al cargo de Concejal o
Rogelio Juárez:
Rogelio Juárez, un veterano y conocido actor
de la época, afiliado también a la
Sociedad de actores, publicó una carta en la que explicaba
por qué, pese a tener un sueldo elevado como actor, apoyaba la huelga. En sus
palabras asomaba la idea en que pese a la diversidad de sueldos había
condiciones compartidas por todas las categorías. (116)
Es interesante
también la inclusión que González Velasco hace del análisis del conflicto de la Federación dentro del
marco de una década controversial en los temas gremiales; y el aporte de
información que aparece en los anexos I y II. De todos modos, consideramos que
sería muy interesante que el presente trabajo se apoyara en ese andamiaje
teórico que se ha construido a partir de las investigaciones de importantes
intelectuales del ámbito académico y del campo teatral, en especial. Pues su
análisis se basa, en general, en casos particulares, en memorias, en programas
de manos o en volantes, en críticas periodísticas o en reportajes y en sus
responsables que llevan a la autora a conclusiones en algunos casos discutibles.
El espectador asiduo de teatro de género chico, no podía tener un registro de
la ciudad altamente movilizada sino que iba a ver en el escenario en clave
cómica y aliviada muchos de los conflictos que se sucedían en su vida
cotidiana. Pensamos entonces que, más allá de algunas contradicciones, se
podría decir que Gente de teatro está
dirigido a un lector ávido que se inicia en
el interesante mundo del teatro.
Páginas 267
Editorial Siglo XXI
España, Claudio, 1978. “Introducción” en Reportaje al cine argentino: Los pioneros del sonoro. Buenos Aires: Abril. 15-53.
Hobsbawm, Eric J, 1974. “La carrera abierta al talento” en Las revoluciones burguesas. Madrid: Guadarrama. Capítulo X: 325-355.
Manetti, Ricardo, 2000. “Manuel Romero” en Cine argentino. Industria y clasicismo 1933/1956. V: I. Buenos Aires: Fondo Nacional de las Artes. 80-81.
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