Susana Llahí
Habría que preguntarse por qué se vuelve tanto a la poética del grotesco en nuestro teatro nacional. Quizás, por una problemática que no deja de reiterarse: una nueva inmigración que no encuentra un derrotero cierto, una clase media que no termina nunca de consolidarse, la deficiente comunicación entre los miembros de la comunidad, la ruptura con las generaciones anteriores y fundamentalmente, el desinterés por todo lo que tenga que ver con la tradición. Al igual que en Mateo de Armando Discépolo donde las tensiones que imponía la nueva ciudad en consonancia con el proyecto de la modernidad llevaba a que su protagonista se convirtiera en un verdadero inadaptado, el grotesco que nos convoca plantea limitaciones similares que cobran vigencia en el actual contexto histórico-cultural.
El tema es conocido: a Cesáreo, vieja gloria futbolística de un club de barrio, le han dado la explotación de la cantina como compensación por su trayectoria deportiva. El viejo futbolista, sin interés ni capacidad para desarrollar productivamente tal actividad, utiliza el espacio para entrenar a un joven chaqueño, promesa futbolera en su momento pero ahora excedido en peso y con deficiente desempeño en la cancha. Un miembro de la comisión directiva se hace presente para informarle a Cesáreo que tendrá que dejar la cantina porque fue dada en concesión.
El conflicto gira alrededor de Cesáreo y su resistencia para admitir los planteos realistas de Ricardo, miembro de la comisión. Por supuesto, el juego con los elementos que conforman la vida diaria de ese buffet genera un humor simple, fluido y desencantado que dirige las palabras y los movimientos de los actores: los aires donjuanescos que despliega Cesáreo al hablar de la contadora del club, los consejos que le da Lionel para que concrete su debut sexual, el recuerdo de aquel partido glorioso que se reproduce en off (como si proviniera de una vieja grabación) y fundamentalmente el sistema que utiliza Cesáreo para hacer adelgazar a su pupilo, que habla del desplazamiento que los sueños del futbolista tuvieron en la vida del Club, ahora orientado a “patín artístico”. Todo confluye para mostrar a Cesáreo como el perfecto personaje del grotesco, un ser anclado en los recuerdos y en el resentimiento. Es posible que el espectador sienta pena por él pero no se identificará sentimentalmente porque Cesáreo es un personaje patético. Sin lugar a dudas aquí reside el mayor logro de la dirección. Ricardo, miembro de la comisión directiva, hijo de otra gloria futbolística contemporánea de Cesáreo, es el personaje que hace conexión con la realidad, es quien explica la situación desesperada del club y trata de sostener para Cesáreo la posibilidad de un humilde empleo dentro de la institución. Es quien aclara la historia con cierto halo de respeto por las glorias del viejo futbolista, hasta el momento final en que éste evidencia su irracionalidad y un rencor donde no se cuela la menor piedad por el joven al que estuvo engañando en su loco delirio futbolístico. El final señala una pérdida total para esta vieja gloria del club, sin embargo, en su enfrentamiento con la realidad surge con fuerza casi mítica el deseo que lo obsesiona y sostiene, sin él nada importa.
Lorenzo Quinteros, con perfecto dominio de la mueca y de la maquieta, concreta la fragilidad del viejo futbolista. La escena final, con el fondo de la transmisión, en que Cesáreo aparece vestido con el equipo glorioso y la pelota en la mano, a lo que suma la inestabilidad corporal y la apasionada y enajenada expresión del rostro, enmarcada la escena por la admirativa sorpresa de Ricardo y Lionel, posee en sí misma una increíble belleza, más allá del elogiable nivel de intensidad artística.
El tema es recurrente, en todas las profesiones hay quienes ante los cambios que impone el paso del tiempo se entregan mansamente, quienes luchan ubicándose en la realidad y quienes, con desesperación y desmesura se transforman en personajes patéticos en su afán por negar lo evidente. Las figuras del futbol siempre fueron carísimas a nuestros sentimientos. Quienes amamos “El Ciclón” no podemos dejar de recordar a Francisco Xarau (figura fundadora de San Lorenzo de Almagro) y lo que en un memorable reportaje le comentara a Osvaldo Soriano: “Soy socio vitalicio de San Lorenzo, tengo el número cinco y mi foto está en la intendencia del club junto a la de los demás. Entro gratis a la cancha. Me conformo. Trabajé seis años como cuidador de las canchas de bochas del club y me daban un sueldito. Tengo una jubilación chiquita y a los setenta y nueve años no puedo esperar mucho. (…)Mi amargura no es andar solo y tirado sino, que lo que hice no me haya servido de nada. No me refiero al club, que lo hicieron los que vinieron después sino a la vida. (…) De los viejos más vale ni acordarse. Aunque alguna vez también hicieron goles.” ( de Artistas, locos y criminales, Editorial Seix Barral).
Como en tantos otros casos, nuestro teatro parece homologar los niveles de ficción y realidad que ofrece nuestra historia cotidiana a fin de que el grotesco que dirige Bernardo Cappa encuentre su tono exacto.
Dramaturgia: Creación Grupal, sobre una idea original de Bernardo Cappa ; Interpretes: Lorenzo Quinteros (Cesáreo), Fernando De Rosa (Lionel) y Dario Levy (Ricardo); Dramaturgista: Laura Nevole; Diseño de Luces: Ricardo Sica; Vestuario: Paola Delgado ; Escenografía: Félix Padrón; Asistencia de Escenografía: Gabriela Kohatsu Fotografía: Ezequiel Kopel; Diseño: Sebastián Mogordoy; Producción: Roberto Malkassian; Producción ejecutiva: Maia Lancioni; Asistente de Dirección: Guido Losantos; Director: Bernardo Cappa
Teatro: Camarín de las musas. Mario Bravo 960. Viernes a las 23 hs. y sábados a las 20:30. T.E.: 4862-0655
http://www.elcamarindelasmusas.com
http://www.elcamarindelasmusas.com/plays/view/55
maia_lancioni@hotmail.com
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